(De "Oraciones de vida" de Karl Rahner)
Primera Palabra: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34)
Cuelgas de la cruz. Te han clavado. No te puedes separar de este palo erguido entre cielo y tierra. Las heridas queman tu cuerpo. La corona de espinas atormenta tu cabeza. Tus ojos están inyectados de sangre. Tus manos y tus pies heridos son como traspasados por un hierro candente. Y tu alma es un mar de desolación, de dolor, de desesperación.
Los responsables están aquí, al pie de tu cruz. Ni siquiera se alejan para dejarte, al menos, morir solo. Se quedan. Ríen. Están convencidos de tener la razón. El estado en que estás es la demostración más evidente: la prueba de que su acto no es sino el cumplimiento de la justicia más santa, un homenaje a Dios del que deben estar orgullosos. Se ríen, insultan, blasfeman. Mientras tanto cae sobre ti, más terrible que los dolores de tu cuerpo, la desesperación ante tal iniquidad. ¿Existen hombres capaces de tanta bajeza? ¿Hay al menos un mínimo punto común entre ti y ellos? ¿Puede torturar un hombre a otro así, hasta la muerte? ¿Desgarrarlo hasta matarlo con el poder de la mentira, de la traición, de la hipocresía, de la perfidia... y mantener la pose del juez imparcial, el aspecto del inocente, las apariencias de lo legal? ¿Cómo lo permite Dios? ¿Pueden resonar triunfantes y claros la risa y el escarnio de los enemigos en el mundo de Dios? ¡Oh Señor, nuestro corazón se habría destrozado en una furiosa desesperación! Habríamos maldecido a nuestros enemigos y a Dios con ellos. Habríamos gritado o intentado arrancar, como locos, los clavos para conseguir apretar el puño.
Sin embargo, Tú dices: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». ¡Eres incomprensible, Jesús! ¿Queda aún en tu alma martirizada por el dolor una zona en la que pueda florecer esta palabra? Sí, eres incomprensible. Amas a tus enemigos y los encomiendas al Padre. Intercedes por ellos. Señor, si no fuera una blasfemia, diría que los disculpas con la más inverosímil de las excusas: «no saben». Sí, sí saben, ¡lo saben todo! ¡Pero quieren ignorarlo todo! No hay cosa que se conozca mejor que aquello que se quiere ignorar, escondiéndolo en el subterráneo más profundo del corazón; pero, al mismo tiempo, le negamos la entrada en nuestra conciencia. Y Tú dices que no saben lo que hacen. Sí, hay algo que no saben: tu amor por ellos. Eso sólo lo puede conocer quien te ama. Sólo el amor permite comprender el don del amor.
Pronuncia tu palabra de perdón sobre mis pecados. Di al Padre: «Perdónalo porque no sabe lo que ha hecho». Mas lo sabía..., lo sabía todo, pero no conocía tu amor. Hazme pensar tu primera palabra cuando recite distraído el Padrenuestro y afirme perdonar a los que me ofenden. ¡Oh Dios mío clavado en cruz!, no sé si alguien es mi deudor, pero, si es así, haz que pueda perdonar. Necesito tu fuerza para perdonar de corazón a aquellos que mi orgullo y mi egoísmo consideran como enemigos.
Segunda Palabra: «Yo te aseguro: Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43)
Agonizas y, sin embargo, en tu corazón rebosante de dolor hay todavía un sitio para el sufrimiento de los otros. Vas a morir y te preocupas por un criminal que, atormentado en su martirio infernal, reconoce que su pena fue merecida por su vida de maldad. Ves a tu Madre y te diriges al hijo pródigo. El abandono de Dios te ahoga y hablas del Paraíso. Tus ojos se velan en las tinieblas de la noche y oteas la luz eterna. Al morir nos preocupamos de nosotros mismos, pues los otros nos dejan solos y abandonados; Tú, sin embargo, piensas en las almas que deben ir contigo a tu Reino. ¡Corazón de misericordia infinita! ¡Corazón heroico y fuerte!
Un delincuente miserable pide que te acuerdes de él y Tú le prometes el Paraíso. ¿Cambiará todo cuando estés muerto? ¿Se puede transformar tan rápidamente con tu proximidad una vida de pecado y de vicio? Si pronuncias las palabras de absolución se perdonan hasta los pecados y las bajezas más repugnantes de una vida criminal. Nada puede impedir la entrada a la santidad de Dios. Se puede admitir, llevando las cosas al límite, un poco de buena voluntad en un malhechor, pero su perversidad, sus instintos viciados, la brutalidad, el fango..., ¡esto no desaparece con un poco de buena voluntad y con un arrepentimiento fugaz en el patíbulo! ¡Uno de esta calaña no puede entrar en el Paraíso tan limpiamente como las almas que se purificaron toda la vida, los santos que prepararon sus cuerpos y sus almas para hacerlos dignos del Dios tres veces santo! Y, sin embargo, Tú pronuncias la palabra de tu gracia omnipotente, que penetra en el corazón del ladrón y transforma el fuego infernal de su agonía en la llama purificadora del amor divino. En un instante, la llama ilumina todo lo que quedaba en él como obra del Padre. El amor destruye la culpa de la criatura rebelde. Y así el ladrón entra en el Paraíso de tu Padre.
¿Me darás a mí la gracia del atrevimiento temerario que exige y espera todo de tu bondad? El coraje de decir, como si fuera el mayor de los criminales: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino».
Señor, haz que tu cruz se alce delante de mi lecho de muerte. Que tu boca también a mí me diga: «Yo te aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso». Que tu palabra me haga digno de entrar en el Reino de tu Padre, absuelto y santificado por la fuerza purificadora de la muerte sufrida contigo y en ti.
Tercera Palabra: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 26)
Está ya próxima tu muerte, la hora en que tu Madre tenía que estar cerca de ti. En esa hora, en la que no se solicitaban ya más milagros, sólo la muerte, estaba allí a quien dijiste: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). Esta es la hora que une al Hijo y a la Madre. La hora de la separación y de la muerte. La hora que arranca a la madre viuda el hijo único.
Una vez más tu mirada contempla a tu Madre. No le ahorraste nada: ni la alegría ni la pena, las dos surgían de tu gracia, las dos provenían de tu amor. Amas a tu Madre porque te ha asistido y servido en la alegría y en el dolor; así llegó a ser completamente tu Madre. Tu Madre, tus hermanos y tus hermanas son los que cumplen la voluntad del Padre que está en los cielos. A pesar de tu tormento, tu amor vibra de la ternura terrena que une al hijo y a la madre. Así tu muerte consagra las realidades que enternecen los corazones y hacen hermosa la tierra. No, nada de esto muere, ni siquiera cuando estás aplastado por la muerte. Todo se salva para el cielo. Muriendo has amado la tierra. En la suprema agonía de la salvación te has conmovido por el llanto de una madre, en ese momento le has dado un hijo y al hijo una madre, por esto la tierra nueva será posible.
Pero ella no estaba sola con el dolor de una madre a quien matan un hijo, estaba en nuestro nombre como Madre de los vivientes. Ofrecía a su Hijo por nosotros. Repetía su «fíat» a la muerte del Señor. Era la Iglesia junto a la cruz. Era la madre de los hijos de Eva. Era la orante en el combate cósmico entre la serpiente y el Hijo de Mujer. Al entregar la Madre al discípulo amado nos la has entregado a cada uno de nosotros.
Tú dices: «Hijo, hija, ahí tienes a tu Madre». ¡Oh palabra que confía un legado eterno! Desde entonces, a pie de la cruz, el discípulo predilecto es quien la acoge. Sus puras manos maternas distribuyen todas las gracias merecidas por tu muerte. Cuando me veas, pobre como soy, dile: «Mujer, ahí tienes a tu hijo; Madre, ahí tienes a tu hija».
El corazón puro y virginal tenía que dar su consentimiento a la boda del Cordero con la Iglesia, su esposa, la humanidad rescatada y purificada por tu sangre. Tu muerte no me habrá sido inútil si me acojo a este materno corazón. Estaré presente cuando llegue el día de tus bodas eternas, en las que la creación, transfigurada para siempre, se unirá a ti para siempre.
Cuarta Palabra: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 36)
Se acerca la muerte. No es el fin de la existencia corporal, la liberación y la paz, sino la muerte que representa el fondo del abismo, la inimaginable profundidad de la angustia y devastación. Se acerca tu muerte. Desnudez, impotencia horrible, desolación desgarradora. Todo cede, huye...; no existe más que el abandono lacerante. Y en esta noche del espíritu y de los sentidos, en este vacío del corazón donde todo abrasa, tu alma insiste en orar. La tremenda soledad de un corazón consumido se hace en ti invocación a Dios.
¡Seas adorada oración del dolor, del abandono, de la impotencia abismal, del Dios abandonado! Si Tú, Jesús, eres capaz de orar en tal angustia, ¿dónde habrá un abismo tal que desde él no se pueda gritar a tu Padre? ¿Hay una desesperación que no se pueda hacer oración si busca refugio en tu abandono? ¿Hay un mudo dolor capaz de ignorar que su grito silencioso sea escuchado en las moradas celestiales?
Recitaste el Salmo 21 para hacer de tu abandono total una oración. Tus palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». El grito desgarrador que tu Espíritu Santo puso en el corazón del Justo de la Antigua Ley. Tú —si me está permitida la explicación—, en el paroxismo del sufrimiento, no has querido rezar de distinto modo a como lo hicieron tantas generaciones anteriores a ti. En cierto modo, en aquella Misa solemne que Tú mismo celebraste como sacrificio eterno has rezado con las fórmulas litúrgicas consagradas, y así has podido decir todo. Enséñame a orar con las palabras de la Iglesia en tal manera que
se hagan las palabras de mi corazón.
Quinta Palabra: «¡Tengo sed!» (Jn 19, 28)
Juan Evangelista, que la escuchó, nos cuenta: «Sabiendo que todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, exclamó: "¡Tengo sed!"». También aquí confirmaste la palabra tomada de los Salmos y que el Espíritu había profetizado ante tu Pasión. En el Salmo 21 se dice de ti: «Mi paladar está seco lo mismo que una teja, y mi lengua, pegada a mi garganta», y en el Salmo 69, versículo 22, está escrito: «En mi sed me han abrevado con vinagre».
¡Oh Servidor del Padre, obediente hasta la muerte y muerte de cruz! Tú miras más allá de lo que te toca a lo que te debe tocar, más allá de lo que cumples a lo que debes cumplir, más allá de los hechos hacia el deber. Incluso en la agonía, en la que el espíritu se oscurece y desaparece la conciencia clara, intentas ansiosamente hacer coincidir todos los detalles de tu vida con la imagen eternamente presente en la mente del Padre. No te referías a la sed indecible de tu cuerpo desangrado, cubierto de heridas abrasadoras y expuesto al sol implacable de un mediodía de Oriente, cumplías la voluntad del Padre hasta la muerte con una humildad inconcebible y digna de adoración. Sí, lo que los profetas habían predicho como voluntad del Padre se cumple en mí: tengo sed. ¡Oh Corazón de Rey!, aquí el tormento que consume tu cuerpo con rabia insensata es el cumplimiento de un mandato de lo alto.
Así comprendiste toda la aspereza cruel de tu Pasión: era una misión que cumplir, no un ciego destino; era la voluntad del Padre, no la maldad de los hombres; redención de amor y no crimen de pecadores. Sucumbes para que seamos salvos. Mueres para que vivamos. Tienes sed para que restauremos nuestras fuerzas en el agua de la vida. Te abrasas en esta sed para que tu corazón traspasado salte la fuente de la vida eterna. Nos invitaste a esta fuente cuando en la fiesta de los Tabernáculos exclamabas: «Si alguno tiene sed, venga a mí porque de mi seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7, 37).
Por mí has sufrido la sed. Tienes sed de mi amor y de mi salvación. Como el ciervo que anhela las corrientes de agua, así mi alma tiene sed de ti.
Sexta Palabra: «Todo está cumplido» (Jn 19, 30)
Está cumplido. Sí, Señor, es el fin. El fin de tu vida, de tu honor, de las esperanzas humanas, de tu lucha y de tus fatigas. Todo ha pasado y es el fin. Todo se vacía y tu vida va desapareciendo. Desaparición e impotencia... Pero el fin es el cumplimiento, porque acabar con fidelidad y con amor es la apoteosis. Tu declinar es tu victoria.
¡Oh Señor!, ¿cuándo entenderé esta ley de tu vida y de la mía? La ley que hace de la muerte, vida; de la negación de sí, conquista; de la pobreza, riqueza; del dolor, gracia; del final, la plenitud.
Sí, llevaste todo a plenitud. Se había cumplido la misión que el Padre te encomendara. El cáliz que no debía pasar ha sido apurado. La muerte, aquella espantosa muerte, ha sido sufrida. La salvación del mundo está aquí. La muerte ha sido vencida. El pecado, arrasado. El dominio de los poderes de las tinieblas es impotente. La puerta de la vida se ha abierto de par en par. La libertad de los hijos de Dios ha sido conquistada. ¡Ahora puede soplar el viento impetuoso de la gracia! El mundo en la oscuridad comienza, lentamente, a arrebolarse con el alba de tu amor. Todavía un poco —ese poco que llamamos historia— y el mundo se inflamará en la hoguera luminosa de tu divinidad, el universo se sumergirá en el océano flamígero de tu vida. Todo está cumplido.
Tú que perfeccionas el universo, perfeccióname en tu Espíritu, ¡oh Verbo del Padre que cumpliste todo en la carne y con tu martirio! ¿Podré decir en la tarde de mi vida: «Todo está cumplido, he llevado a su término la misión que me encomendaste»? ¿Podré repetir, cuando sobre mí desciendan las sombras de muerte, tu oración sacerdotal: «Padre, ha llegado la hora.... yo te he glorificado en la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar? Padre, glorifícame junto a ti» (Jn 17, ls.).
¡Oh Jesús!, sea cual sea la misión que me haya encomendado el Padre —grande o pequeña, dulce o amarga, en la vida o en la muerte—, concédeme cumplirla como Tú cumpliste todo. Permíteme llevar a plenitud mi vida.
Séptima Palabra: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46)
¡Oh Jesús, el más abandonado de los hombres, lacerado por el dolor, es tu fin! Ese final en el que a un ser humano se le llega a quitar hasta la decisión libre entre el rechazo y la aceptación. Es la muerte. ¿Quién te arrastra o qué te arrastra? ¿La nada? ¿El destino ciego? ¿La naturaleza cruel? No, ¡el Padre! El Dios que une sabiduría y amor. Así te dejas llevar y te abandonas con confianza en las manos ligeras e invisibles que a nosotros, incrédulos, prendados de nuestro yo, se nos presentan como el ahogo imprevisto, la cruelda y el destino ciego de la muerte. Tú lo sabes: son las manos del Padre. Tus ojos, en los que ya se ha hecho la noche, son capaces de ver al Padre; se han fijado en la pupila quieta de su amor, y tu boca pronuncia la última palabra de tu vida: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Todo lo devuelves a quien todo te lo dio. Sin garantías y sin reservas confías todo a las manos de tu Padre. ¡Qué amargo y pesado don! El peso de tu vida que acarreaste solo: los hombres, su vulgaridad, tu misión, tu cruz, el fracaso y la muerte. Pero ahora no has de llevarlo por más tiempo; puedes abandonarlo todo y a ti mismo en las manos del Padre. ¡Todo! Estas manos sostienen segura y cuidadosamente. Son como las manos de una madre. Acogen tu alma tan delicadamente como un pajarillo que se alberga entre las manos. Nada tiene peso. Todo es luz y gracia, todo es seguridad al amparo del corazón de Dios, donde la pena se puede desahogar en llanto y donde el Padre seca las lágrimas de las mejillas de su hijo con un beso.
Jesús, ¿encomendarás un día mi pobre alma y mi pobre cuerpo a las manos de tu Padre? Depón el peso de mi vida y de mis pecados sobre la balanza de la justicia en los brazos del Padre. ¿A dónde huiré, dónde me esconderé sino en ti, hermano en la amargura, que has padecido por mis pecados? Hoy me tienes ante ti. Me arrodillo bajo tu cruz. Beso tus pies que, silenciosos e intrépidos, me siguen con el paso sangrante por los caminos de la vida. Abrazo tu cruz. Señor del amor eterno, corazón de los corazones, corazón paciente, traspasado e infinitamente bueno. Ten piedad de mí. Acógeme en tu amor. Y cuando mi peregrinar llegue a su fin, cuando el día decline y me envuelvan las sombras de la muerte, pronuncia entonces tu palabra definitiva: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. ¡Oh buen Jesús! Amén.