La puerta

(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)

A menudo entramos por ella en la iglesia, y siempre nos dice algo. ¿Lo percibimos?

¿A qué fin estará ahí la puerta? Te sorprende sin duda la pregunta, y no crees difícil la respuesta: «Pues, para entrar y salir.» Cierto; pero para eso no era menester puerta alguna; bastaba un amplio boquete en el muro, que se abriera y cerrara con una valla de tablones y travesaños. Con eso la gente podía entrar y salir, y asunto concluido. Y con la ventaja de ser mas barato. Pero no sería una «puerta». Ésta hace algo más que cumplir una finalidad trivial: la puerta habla.

Mira; al pasar por el marco, te dices interiormente: «Ahora abandono las cosas de fuera; voy adentro.» Lo de fuera es el mundo, hermoso, lleno de vida y movimiento; pero también de no poca fealdad y bajeza. Tiene cierto parecido con la plaza del mercado, en que todos corren de una parte a otra, todos tratan de acomodarse. No le llamemos profano, pero algo de eso lleva en sí el mundo.

Por la puerta entramos en un recinto separado de la plaza, silencioso y sagrado: el templo. Todas las cosas son, a la verdad, obra y don de Dios, y dondequiera podemos hallarle. Todo lo hemos de recibir de su liberalidad y santificarlo con sentimientos piadosos. Ello no obstante, de siempre sabe el hombre que ciertos lugares están especialmente consagrados y separados para Dios.

La puerta está entre lo exterior y lo interior; entre la plaza y el santuario; entre la pertenencia del mundo y la casa de Dios. Y al atravesarla, parece decir: «Deja fuera lo impropio del lugar adonde entras: pensamientos, desees, preocupaciones, curiosidades y cosas vanas. Deja fuera lo que no es sagrado. Purifícate, que entras en el templo».

No deberíamos pasar por la puerta apresuradamente. Con toda calma habíamos de atravesarla, abriendo el corazón para que perciba lo que ella le habla. Y aun bueno sería detenerse antes un poco, a fin de que el tránsito fuera un andar de purificación y recogimiento.

Pero la puerta dice aún más. Observa cómo al pasar por ella involuntariamente levantas cabeza y ojos. Elevas la mirada y la extiendes por el recinto; el pecho se dilata y el alma parece agrandarse. Aquel vasto templo simboliza la eternidad infinita, el cielo donde Dios tiene su morada Más altas son, ciertamente, las montañas, e inmensa la región azul; pero todo eso es abierto, sin delimitación ni forma, en tanto que éste es un recinto reservado a Dios, hecho y santamente configurado para Él. Lo están diciendo las esbeltas columnas, los anchos y fuertes muros y la alta bóveda; sí, ésta es casa de Dios, mansión del Señor por manera especial e íntima.

Y quien introduce al hombre en este misterioso recinto es la puerta «Desecha toda mezquindad, nos dice; depón toda estrechez e inquietud. Fuera de ti cuanto oprime. Pecho abierto; ojos en alto; alma libre. Templo de Dios es éste, e imagen de ti mismo. Porque en cuerpo y alma eres templo vivo de Dios. Dale amplitud, dale libertad y altura».

«¡Elevaos, portales! ¡Abríos, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria!» (Sal. 23,7).

No cierres los oídos a esa voz. ¿A qué fin casa de piedra y madera, si tú mismo no eres casa viva de Dios? ¿A qué puertas de alta bóveda y hojas broncíneas, si en ti mismo no hay puerta por donde entrar el Rey de la gloria?