¡Cuántas cosas no he dejado desfilar a través de mi espíritu, cuántas cosas pensadas y aprendidas, Dios mío! No como si ahora supiera lo que he aprendido. Aprendí muchas cosas porque me obligaron o porque yo mismo quise; pero el resultado final en ambos casos es el mismo: lo he olvidado. Olvidado, porque el pobre, el estrecho de espíritu no puede tomar y retener una cosa si no deja sumergir la otra. Olvidado, porque quizá en el mismo aprendizaje una secreta indiferencia me impide que un nuevo conocimiento se convierta en algo más que en un nuevo objeto de aburrimiento y de olvido. De todos modos, he aprendido la mayoría de las cosas para olvidarlas de nuevo y para hacer que la~ experiencia de mi pobreza, flaqueza y limitación exista también en el campo del saber. Sí, este «para» no es una falta de lenguaje que los gramáticos o los lógicos pudieran subrayar con rojo.
Porque, mira, Señor, si el olvidar y dejar sumergir sólo fuera un triste malogro, pero no el justo fin de todo mi saber y de toda mi ciencia, debería yo desear saber todo lo que alguna vez he aprendido. Pero no, me da miedo este pensamiento: yo sabría todo lo que aprendí en las numerosas materias de la escuela y lo que oí y repasé en la Universidad; todavía sabría yo lo que he oído en conversaciones baladíes, lo que he visto en países extraños y contemplado en los museos. ¿Qué obtendría yo de todo ello si lo supiera? ¿Sería yo más rico o estaría más satisfecho? ¿Cómo debería guardar todo esto? ¿Debería yo tenerlo almacenado ordenadamente en el entendimiento y a disposición, para sacarlo cada vez que se necesite? Mas ¿para qué he de tener necesidad de todo eso? ¿Debería yo volver a vivir mi vida desde el comienzo o deberían, en el mejor de los casos, todos estos conocimientos estar ante mi espíritu en un solo momento?
Pero, ¿qué podría ayudarme el tener conciencia de todo este enjambre confuso e inabarcable de objetos sabidos y adquiridos alguna vez? Dios mío, olvidar es bueno. Y el aspecto más favorable de la mayoría de las cosas que alguna vez supe es que puede uno dejarlas sumergir otra vez, que estas cosas y el conocimiento que de ellas tenemos nos revelan su pobreza interna.
Dios mío, se dice —¿puedo contradecirlo?— que el conocimiento pertenece a lo más elevado del hombre y a los hechos más característicos de su vida. Tú mismo recibes el nombre: «Señor de toda ciencia». ¿Qué debo responder a ello? ¿No está en contra la experiencia de aquel tu viejo sabio?:
Di, pues, mi mente a conocer la sabiduría y a entender la locura y los desvarios, y vi que también esto es apacentarse de viento, porque donde hay mucha ciencia hay mucha molestia, y creciendo el saber, crece el dolor (Ecl 1, 17 y siguiente).
Se dice que el saber es el modo más íntimo de poseer y abrazar algo. Y a mí se me figura que el conocer apenas toca la superficie de las cosas, que no penetra en mi corazón, en aquellas profundidades de mi ser en las cuales estoy verdaderamente. No es más, una y otra vez, que un nuevo anestésico para el aburrimiento y el hastío de mi corazón que tiene hambre de vida verdadera y verdadera posesión de los objetos, vida en la que las realidades mismas, no sólo sus conceptos o palabras, fluyan a mi corazón con melódico murmullo.
Ciertamente, Dios mío, el puro saber es nada, no produce otra cosa que el sufrimiento de la experiencia de que uno nunca puede convertir en vida propia la realidad. Sólo la experiencia de un amor que conoce permite a mi corazón llegar hasta el corazón mismo de las cosas. Solamente la experiencia me transforma a mí mismo. Solamente cuando yo estoy del todo en el asunto —y únicamente en el amor que conoce, no en el puro conocimiento, estaré del todo— es cuando el contacto con la realidad me transforma por completo, y sólo entonces tengo un «saber» que soy yo mismo y que no pasa meramente por el escenario de mi conciencia como sombra fugaz, sino que queda porque y como yo mismo me quedo. Solamente algo experimentado, vivido y sufrido es un saber que no sufre decepción, terminando en aburrimiento y olvido, sino que llena el corazón con sabiduría henchida de ciencia y de un amor experimentado. No lo excogitado, sino lo vivido y sufrido ha de llenar mi espíritu y corazón. Y todo el saber aprendido no es más que una pequeña ayuda para la experiencia de la vida, única que da sabiduría para salir al encuentro del mundo con espíritu despierto y preparado.
Gracias a tu misericordia, Dios infinito, yo te conozco no sólo con conceptos y palabras, sino que te he experimentado, vivido y sufrido. Porque la primera y última experiencia de mi vida eres Tú. Sí, Tú mismo, realmente Tú mismo, no tu concepto, no el nombre que nosotros te dimos. Porque viniste sobre mí en el agua y en el espíritu del bautismo. Entonces nada había yo excogitado ni sofisticado sobre ti. Entonces callaba mi entendimiento con sus ruidosas argucias. Entonces, sin preguntarme, Tú mismo te convertiste en el destino de mi corazón. Tú me tomaste, no fui yo quien te «concibió» con mi entendimiento. Tú has transformado mi existencia desde sus últimas raíces y principios. Me hiciste partícipe de tu ser y vida y me regalaste a ti mismo, y no solamente una oscura noticia tuya en palabras de hombres.
Por eso no puedo olvidarte, porque ya te has constituido en el más íntimo centro de mi ser. Si tu vives en mí, como en realidad vives, transmigran en mi espíritu no solamente palabras vacías y ayunas de toda realidad, que sólo turban mi corazón con su multiplicidad y atropellamiento y cansan mi espíritu. En el bautismo, Padre, has pronunciado tu palabra a través de mi ser, la palabra que estaba antes de todas las cosas, más real que ellas, en la cual toda realidad y vida encontró sostén. Esta palabra, solamente en la cual está la vida, en virtud de tu obra, Dios de la gracia, se hizo experiencia mía. Mi espíritu nunca se hastía de ella, porque es una y, sin embargo, infinita. Nunca se desmorona demasiado en mi espíritu de modo que pudiera hacérseme aburrida, porque es eterna y conduce a mi espíritu encima del constante devenir y de la inconstancia a la paz quieta y llena de alegría de la posesión siempre vieja y siempre nueva de todo en uno.
Tu palabra y tu sabiduría están en mí no porque te conozco mediante mis conceptos, sino porque soy conocido por ti como hijo y amigo tuyo. Esta palabra, que, naciendo consustancial contigo de tu corazón, fue dirigida a mi corazón, requiere todavía una explicación mediante una palabra exterior, que se recoge en la fe mediante el oído. Todavía tu palabra viva me es oscura, todavía repercute desde las últimas profundidades en mi corazón, a las que tú la has dirigido. Apenas quedamente y como en eco lejano va a los
planos superiores de mi vida consciente, donde mi saber se ensancha, ese saber que produce enfado y molestias espirituales, y nada más que la amarga experiencia de que esa ciencia se olvidará y merece olvidarse, porque por sí misma nunca será unidad y vida. Y, sin embargo, detrás de toda esta pena y molestia espiritual, ya desde ahora otro «conocimiento» es una realidad plena de gracia para mí: tu palabra y tu eterna luz.
Crece en mí. Irradíate dentro de mí siempre más. Ilumínate, luz eterna, dulce luz del alma. Resuena en mí siempre más perceptiblemente, palabra del Padre, palabra del amor, Jesús. Nos dijiste que nos revelaste todo lo que habías oído del Padre. Tu palabra es verdad porque lo que oíste del Padre eres Tú mismo. Y Tú eres mío, Tú, palabra que está por encima de todas las palabras humanas; Tú, luz ante la cual toda luz terrena se torna noche. Sólo Tú debes alumbrarme. Sólo Tú hablarme. Todo lo demás que sé y aprendí no debe serme otra cosa que un guía hacia ti, algo que debe madurarme —por medio del dolor que me prepara, según la expresión de tu sabio— para conocerte cada vez mejor.
Y cuando ha logrado esto, entonces ella misma puede otra vez desvanecerse en el olvido. Entonces Tú serás la última palabra, la única que permanece y que jamás se olvida. Entonces, cuando todo calle en la muerte y yo haya aprendido y sufrido todo, entonces comenzará el gran silencio, dentro del cual sólo Tú resuenas, Tú, palabra por los siglos de los siglos. Entonces todas las palabras humanas se habrán embotado y el ser y la sabiduría, el conocimiento y la experiencia serán una misma cosa: «conoceré como soy conocido», entenderé lo que siempre me has dicho: a ti mismo. Ninguna palabra humana, ninguna imagen ni concepto volverán a interponerse entre Tú y yo. Tú mismo serás la palabra del júbilo, del amor y de la vida que llena todos los espacios de mi alma.
Así pues, sé desde ahora mi consuelo cuando toda ciencia, cuando tu misma revelación en palabras humanas no llena todavía el afán de mi corazón, cuando mi alma se cansa con las muchas palabras que empleamos para hablar de ti, y en las cuales, sin embargo, todavía no te poseemos a ti mismo. Sea que mis pensamientos resplandezcan en las horas tranquilas para volver a empalidecerse en la rutina de cada día, sea que me vengan conocimientos para volver a sumergirse en el olvido; tu palabra vive en mí, aquella de la cual está escrito: «La palabra del Señor permanece eternamente». Tú mismo eres mi conocimiento, el cual es la luz y la vida.
Tú mismo eres mi conocimiento y experiencia, Tú, Dios de aquel conocimiento que es eterno y dicha sin fin.