Y allí se cumplieron sus días, y María dio a luz un niño. Ya estaba allí el hijo que le había anunciado un ángel, que había concebido sin obra de varón. El problema desconcertante que María guardaba en su corazón, se le planteaba ahora con una crudeza plástica y radical. Allí estaba el Niño. Probablemente lo acababa de dar a luz con un sosiego indoloro que prolongaba la excepción de su concepción virginal.
La cristiandad, hecha a las luminosas congruencias de la mariología –ciencia teológica en la que resulta dogma todo lo que es requiebro–, no podría recargar el parto virginal con ninguna de las pinceladas sangrientas y realistas del parto normal. En todo caso, se tiene la notación de san Lucas: sin transición de tiempo se cuenta que María tuvo un niño y que lo fajó y envolvió en pañales. No parece que hubiera ningún intermedio de cansancio o desmayo. María salió del parto Virgen en los altos niveles del milagro: y en los pequeños niveles de la maravilla salió ágil y dispuesta para la engorrosa tarea de envolver en pañales al Niño. Los evangelios apócrifos la describen incluso bañando al Niño en un lebrillo, y nuestro cándido poeta Valdivieso la supone tan tiesa y jirocha, que es ella la que le dice a José «que duerma un rato, que abrumado viene». Es ella la que, después del trance, manda dormir al marido.
Pero, sin añadir imaginaciones al caso, parece bien claro que el momento se rodeó de suficientes facilidades incruentas como para acentuar la comprobación de lo extraordinario de todo aquel suceso. Y, sin embargo, las otras notas negativas, las que contradecían y corregían la maravilla mesiánica del momento, se acumulaban también. María ha reclinado al Niño en el pesebre. Algún evangelio apócrifo –el pseudo Mateo, por ejemplo– supone que este recurso del pesebre no lo buscó María sino a los dos o tres días del parto. Parecerá más normal que el Niño no naciera en el pesebre: pero sí que rápidamente, después de fajado, fuera llevado allí como el más abrigado sitio de la gruta. Lo cierto es que el pesebre figura en el evangelio. Y él solo, sin más suciedad ni establo, era bastante para echar abajo todas las confirmaciones maravillosas –ángel, virginidad, parto incruento– que María acumulaba en su corazón. ¿El Mesías, libertador de Israel, en un pesebre?
Porque nosotros, a posteriori, podemos dar sentido trascendente, y explicaciones simbólicas, a todas estas humanidades. Nosotros estamos en posesión de toda la paradoja del Evangelio. Si hubo mula y buey como supone una larga tradición iconográfica, nosotros podemos ver en ellos los símbolos del bestiario sagrado de los idólatras –las vacas del Ganges, el buey Apis– humillados a los pies de aquel rey inerme... Pero todo esto está bien para la literatura posterior. De momento, María no podía sino preguntarse con pavorosa angustia: «¿Es esto lo que anunciaba Ángel? ¿Es éste el Mesías, mi Señor?» Y ni siquiera creo que le fueran precisas a María estas notaciones negativas, desilusionantes, para llenarle de perplejidad. Le bastaría la brumadora realidad presente de lo que había salido de sus entrañas: un niño. Todo lo guapo y limpio que quieran los poetas: pero un niño, un rebujo de carnes enrojecidas, sin validez, ni poder, ni autonomía. Y un niño suyo: con la certificación tremenda y fisiológica de ese desprenderse de su carne que, con toda la maravilla que se quiera, da siempre a la madre una sensación de dominio, de posesión, sobre aquella vida que está en la cuna. No hay madre –ni de rey, ni de genio, ni de héroe– que crea del todo en la sublimidad de su hijo. ¡Le vieron tan inerme, tan insuficiente! ¡La necesitaron tanto a ella! Ser hijo, hijo de ella, será siempre para una madre calificación más definitiva que ser Papa o ser Emperador. En las biografías de los grandes hombres, las madres tienen generalmente que quitarse un poco de en medio: tienen que apartarse a un rincón discreto y borroso, porque, si no, perturban con sus salidas de tono, llanas y confianzadas, el himno triunfal.
La iconografía tradicional, siempre más teológica que realista, ha perpetuado la viñeta de José y María, reverentes, en actitud oracional, sobre el Niño: «De rodillas –escribe Lope de Vega, en Los pastores de Belén– comenzaron a contemplarle, hablarle y darle mil amorosos parabienes de su venida al mundo». Pero todo esto es lo normal en esa maravilla que es cualquier natividad. Todo niño es siempre un poco niño-dios para su madre. Todas las madres le rezan siempre, un poco, a su niño. Hay una letanía –Rey mío, Lucero, Sol– que es instintiva antes de ser litúrgica. Todo esto se parece a un acto de adoración. Pero no. La oración se hace hacia arriba, levantando la cara hacia el altar, hacia la imagen, hacia Dios. Aquello era un mirar al Niño en la cuna, de arriba a abajo. No se adora de este modo. Aquello era más bien, en lo más recóndito, un acto de posesión.