La casa de la Palabra: la Iglesia

(Del "Mensaje al pueblo de Dios de la XII asamblea general ordinaria del sínodo de los obispos")

Como la sabiduría divina en el Antiguo Testamento, había edificado su casa en la ciudad de los hombres y de las mujeres, sosteniéndola sobre sus siete columnas, también la Palabra de Dios tiene una casa en el Nuevo Testamento: es la Iglesia que posee su modelo en la comunidad-madre de Jerusalén, la Iglesia, fundada sobre Pedro y los apóstoles y que hoy, a través de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, sigue siendo garante, animadora e intérprete de la Palabra. Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), esboza la arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones”.

En primer lugar, esto es la didaché apostólica, es decir, la predicación de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo, en efecto, nos advierte que “la fe por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo” (Rm 10, 17). Desde la Iglesia sale la voz del mensajero que propone a todos el kérygma, o sea el anuncio primario y fundamental que el mismo Jesús había proclamado al comienzo de su ministerio público: “el tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. Arrepentíos! Y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). Los apóstoles anuncian la inauguración del Reino de Dios y, por lo tanto, de la decisiva intervención divina en la historia humana, proclamando la muerte y la resurrección de Cristo: “En ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos” (Hch 4, 12). El cristiano da testimonio de su esperanza: “háganlo con delicadeza y respeto, y con tranquilidad de conciencia”, preparado sin embargo a ser también envuelto y tal vez arrollado por el torbellino del rechazo y de la persecución, consciente de que “es mejor sufrir por hacer el bien, si ésa es la voluntad de Dios, que por hacer el mal” (1 Pe 3, 16-17).

En la Iglesia resuena, después, la catequesis que está destinada a profundizar en el cristiano “el misterio de Cristo a la luz de la Palabra para que todo el hombre sea irradiado por ella” (Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 20). Pero el apogeo de la predicación está en la homilía que aún hoy, para muchos cristianos, es el momento culminante del encuentro con la Palabra de Dios. En este acto, el ministro debería transformarse también en profeta. En efecto, Él debe con un lenguaje nítido, incisivo y sustancial y no sólo con autoridad “anunciar las maravillosas obras de Dios en la historia de la salvación” - ofrecidas anteriormente, a través de una clara y viva lectura del texto bíblico propuesto por la liturgia - pero que también debe actualizarse según los tiempos y momentos vividos por los oyentes, haciendo germinar en sus corazones la pregunta para la conversión y para el compromiso vital: “¿qué tenemos que hacer?” (He 2, 37).

El anuncio, la catequesis y la homilía suponen, por lo tanto, la capacidad de leer y de comprender, de explicar e interpretar, implicando la mente y el corazón. En la predicación se cumple, de este modo, un doble movimiento. Con el primero se remonta a los orígenes de los textos sagrados, de los eventos, de las palabras generadoras de la historia de la salvación para comprenderlas en su significado y en su mensaje. Con el segundo movimiento se vuelve al presente, a la actualidad vivida por quien escucha y lee siempre a la luz del Cristo que es el hilo luminoso destinado a unir las Escrituras. Es lo que el mismo Jesús había hecho - como ya dijimos - en el itinerario de Jerusalén a Emaús, en compañía de sus dos discípulos. Esto es lo que hará el diácono Felipe en el camino de Jerusalén a Gaza, cuando junto al funcionario etíope instituirá ese diálogo emblemático: “¿Entiendes lo que estás leyendo? [...] ¿Cómo lo voy a entender si no tengo quien me lo explique?” (Hch 8, 30-31). Y la meta será el encuentro íntegro con Cristo en el sacramento. De esta manera se presenta la segunda columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra divina.

Es la fracción del pan. La escena de Emaús una vez más es ejemplar y reproduce cuanto sucede cada día en nuestras iglesias: después de la homilía de Jesús sobre Moisés y los profetas aparece, en la mesa, la fracción del pan eucarístico. Éste es el momento del diálogo íntimo de Dios con su pueblo, es el acto de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo, es la obra suprema del Verbo que se ofrece como alimento en su cuerpo inmolado, es la fuente y la cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. La narración evangélica de la última cena, memorial del sacrificio de Cristo, cuando se proclama en la celebración eucarística, en la invocación del Espíritu Santo, se convierte en evento y sacramento. Por esta razón es que el Concilio Vaticano II, en un pasaje de gran intensidad, declaraba: “La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo” (Dei Verbum). Por esto, se deberá volver a poner en el centro de la vida cristiana “la Liturgia de la Palabra y la Eucarística que están tan íntimamente unidas de tal manera que constituyen un solo acto de culto” (Sacrosantum Concilium).

La tercera columna del edificio espiritual de la Iglesia, la casa de la Palabra, está constituida por las oraciones, entrelazadas - como recordaba san Pablo - por “salmos, himnos, alabanzas espontáneas” (Col 3, 16). Un lugar privilegiado lo ocupa naturalmente la Liturgia de las horas, la oración de la Iglesia por excelencia, destinada a marcar el paso de los días y de los tiempos del año cristiano que ofrece, sobre todo con el Salterio, el alimento espiritual cotidiano del fiel. Junto a ésta y a las celebraciones comunitarias de la Palabra, la tradición ha introducido la práctica de la Lectio divina, lectura orante en el Espíritu Santo, capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente.

Ésta se abre con la lectura (lectio) del texto que conduce a preguntarnos sobre el conocimiento auténtico de su contenido práctico: ¿qué dice el texto bíblico en sí? Sigue la meditación (meditatio) en la cual la pregunta es: ¿qué nos dice el texto bíblico? De esta manera se llega a la oración (oratio) que supone otra pregunta: ¿qué le decimos al Señor como respuesta a su Palabra? Se concluye con la contemplación (contemplatio) durante la cual asumimos como don de Dios la misma mirada para juzgar la realidad y nos preguntamos: ¿qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor?

Frente al lector orante de la Palabra de Dios se levanta idealmente el perfil de María, la madre del Señor, que “conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19), - como dice el texto original griego - encontrando el vínculo profundo que une eventos, actos y cosas, aparentemente desunidas, con el plan divino. También se puede presentar a los ojos del fiel que lee la Biblia, la actitud de María, hermana de Marta, que se sienta a los pies del Señor a la escucha de su Palabra, no dejando que las agitaciones exteriores le absorban enteramente su alma, y ocupando también el espacio libre de “la parte mejor” que no nos debe ser quitada.

Aquí estamos, finalmente, frente a la última columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra: la koinonía, la comunión fraterna, otro de los nombres del ágape, es decir, del amor cristiano. Como recordaba Jesús, para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser “los hermanos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es ofrecer tanto en la existencia como en la sociedad un testimonio en la línea del llamado de los profetas que constantemente unía la Palabra de Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social. Esto es lo que repetía continuamente Jesús, a partir de la célebre admonición en el Sermón de la montaña: “No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21). En esta frase parece resonar la Palabra divina propuesta por Isaías: “Este pueblo se me acerca con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (29, 13). Estas advertencias son también para las iglesias cuando no son fieles a la escucha obediente de la Palabra de Dios.

Por ello, ésta debe ser visible y legible ya en el rostro mismo y en las manos del creyente, como lo sugirió san Gregorio Magno que veía en san Benito, y en los otros grandes hombres de Dios, los testimonios de la comunión con Dios y sus hermanos, con la Palabra de Dios hecha vida. El hombre justo y fiel no sólo “explica” las Escrituras, sino que las “despliega” frente a todos como realidad viva y practicada. Por eso es que la viva lectio, vita bonorum o la vida de los buenos, es una lectura/lección viviente de la Palabra divina. Ya san Juan Crisóstomo había observado que los apóstoles descendieron del monte de Galilea, donde habían encontrado al Resucitado, sin ninguna tabla de piedra escrita como sucedió con Moisés, ya que desde aquel momento, sus mismas vidas se transformaron en Evangelio viviente.

En la casa de la Palabra Divina encontramos también a los hermanos y las hermanas de las otras Iglesias y comunidades eclesiales que, a pesar de la separación que todavía hoy existe, se reencuentran con nosotros en la veneración y en el amor por la Palabra de Dios, principio y fuente de una primera y verdadera unidad, aunque, incompleta. Este vínculo siempre debe reforzarse por medio de las traducciones bíblicas comunes, la difusión del texto sagrado, la oración bíblica ecuménica, el diálogo exegético, el estudio y la comparación entre las diferentes interpretaciones de las Sagradas Escrituras, el intercambio de los valores propios de las diversas tradiciones espirituales, el anuncio y el testimonio común de la Palabra de Dios en un mundo secularizado.