(De "Motivos de San Francisco", poemas en prosa de la poetisa chilena Gabriela Mistral (1889-1957), inspirados directamente en las Florecillas de San Francisco y sus Hermanos)
Nosotros llamamos caridad a poner en la mano extendida una moneda grande, o a pagar una cama de hospital, Francisco, Tú no. Cuando dabas, eras tú mismo lo que dabas.
Conociste la lepra y te quedaste sentadito horas y horas lavando la podre. Parecía que eras tú mismo el agua y el aceite; y también la venda.
Te dabas tú en las frutas jugosas que ponías en la boca del calenturiento. A los frailes no sólo le ofrecías el convento; te dabas tú en paciencia larga. Solían ser muy charladores y necesitaban una gran paciencia. Y cuando echabas de comer al lobo de Gubbio, también te dabas tú con las caricias que le hacías en el cuello mientras comía.
Y cuando hacías canciones también te dabas tú todito, con tu corazón ardiendo.
Y por eso, Francisco, te gastaste como las lunas en su cuarto menguante. Eras ya como una broma de la carne, que hablaba y que ya apenas tenía garganta. Tus manos se adelgazaron hasta ser transparentes como la hoja de otoño. Tu carne era un espejismo de la vieja carne que tuviste; tu milagro tenía más realidad que tu pobre cuerpo. Te habías desteñido en el bajo relieve de la tierra, y apenas se te veía. Lo mismo que la luna en el cuarto menguante.
Tú descubriste una verdad escondida; que no tenemos derecho a dar sino a nosotros mismos. Las demás cosas son de la tierra.
Cuando regalamos cosecha de frutos, es el surco generoso el que da; y cuando regalamos vestidos, es el hilandero fatigado el que regala. Pero cuando nos damos a nosotros mismos, entonces sí, damos de verdad.
Nosotros, Francisco, entregamos lo que nos sobra. Estamos tan llenos, que nos cansamos un poco con la brazada de ricas mazorcas de la vida. Se nos rompen los sacos de oro del trigo, y entonces cedemos, por no doblarnos a recoger lo caído. Tú te diste, te diste, te diste.