(Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los letrados preguntaron a Jesús:
-¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos la tradición de los mayores?
El les contestó:
-Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito:
Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí.
El culto que me dan está vacío,
porque la doctrina que enseñan
son preceptos humanos.
-Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.
En otra ocasión llamó Jesús a la gente y les dijo:
-Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.
REFLEXIÓN (de "Homilías dominicales - Ciclo B" por Jesús Burgaleta):
Los lazos invisibles del misterio de la comuinón cristiana se expresan visiblemente en la Iglesia por medio de su propia institución. Esta pertenece a la misma naturaleza de la Iglesia, que es sacramento en el mundo de la salvación, ofrecida y aceptada. Como todo grupo humano, también la Iglesia se rige legítimamente por tradiciones y leyes. Ellas van regulando eficazmente los cauces de la comunión fraternal, la expresión de la fe y el ordenamiento de todos para la consecución del mismo fin.
Sin embargo, lo específico del misterio de la Iglesia no lo constituyen ni las tradiciones ni la ley, sino la fe. Este Pueblo de Dios, peregrino en el mundo, está bajo la economía de la fe, es una comunidad de creyentes. Sin menospreciar en nada el precepto de la Iglesia, tratemos hoy de encentrar el espíritu de toda ley, única manera de valorarla y potenciarla. El cumplimiento meramente externo de los preceptos, aun de los más santos, no salva al hombre.
Sin embargo, lo específico del misterio de la Iglesia no lo constituyen ni las tradiciones ni la ley, sino la fe. Este Pueblo de Dios, peregrino en el mundo, está bajo la economía de la fe, es una comunidad de creyentes. Sin menospreciar en nada el precepto de la Iglesia, tratemos hoy de encentrar el espíritu de toda ley, única manera de valorarla y potenciarla. El cumplimiento meramente externo de los preceptos, aun de los más santos, no salva al hombre.
Superación de las tradiciones humanas
La inseguridad es una nota característica de la existencia humana. Para salir de ella buscamos sin descanso normas establecidas. La inseguridad que se refiere a la moral y a la religión es la que más nos tortura. Nunca estamos seguros de haber acertado, de no haber fallado, de haber cumplido todos los requisitos para tener a la divinidad favorable a nuestra causa. Como fruto de esta inseguridad surgen en las comunidades humanas y en los grupos religiosos las tradiciones.
Las tradiciones son buenas, ayudan al hombre a moverse en todos los ámbitos de la vida, sin tener que estar siempre improvisando, con el riesgo que eso lleva consigo. La tradición es como esa obra de arte del comportamiento humano que se ha ido enriqueciendo a lo largo de los siglos por la sabiduría de las generaciones desaparecidas. La tradición humana es una ayuda incalculable.
El problema de las tradiciones se publica cuando el hombre, hambriento de seguridades, se aferra a las costumbres. Las costumbres marcan surcos de comportamiento, como las penas labran arrugas en el rostro. Se convierten, a veces, en férreas vías de tren que dirigen, atenazan, imponen implacablemente una dirección. Entonces las tradiciones son un yugo pesado. Las tradiciones también tienen el peligro de absolutizarse, de ponerse aun encima de la misma Palabra de Dios. «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (Mc 7,8). Así vemos cómo personas muy aferradas a la tradición son incapaces de emprender el camino de la conversión, justificándose en las mismas tradiciones. «Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores... y se aferran a otras muchas tradiciones...» (Mc 7,3-4). Tener a las tradiciones como norma definitiva de todo es una hipocresía: «hipócritas... este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7,6). Al hablar de tradiciones no nos referimos en ningún momento a la Tradición de la fe.
La ley da paso a la economía de la fe
La ley del Antiguo Testamento es santa y viene de Dios. «Escuchad los mandamientos y preceptos que yo os mando cumplir» (Deut 4,1). Está llena de aliento de vida: «Estos mandamientos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia» (v. 6). El Decálogo tiene toda la bondad moral que se pueda imaginar: «¿Cuál es la gran nación cuyos mandamientos y decretos sean tan justos como toda esta ley?» (v. 8). El Decálogo es además universal, vale para todo tiempo y para todo hombre, también para nosotros.
Lo que ocurre desde Jesucristo es que ha cambiado la perspectiva de un modo considerable. Del régimen de la ley hemos pasado al de la fe, por lo que la ley queda potenciada. La ley deja de ser un precepto externo, impuesto desde fuera; deja también de ser ocasión de pecado, pues la ley enseñaba lo que no se debía hacer, pero no daba fuerzas para superar la tentación.
Para acabar con la proverbial alineación humana, Dios ha decidido entablar con el hombre un régimen nuevo de relación. La nueva alianza se caracteriza no por la supresión del precepto, sino por su interiorización. Al comportarse según la Palabra de Dios, el creyente no se limita a cumplir un mandamiento externo, sino que desarrolla la propia vida interior de la fe: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Gen 31,33;32,40). La Palabra de Dios no es un código de leyes, sino la misma comunicación de Dios que engendra la vida en nuestro corazón y nos transforma en nuevas creaturas. «Evidentemente, sois una carta de Cristo..., escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón... Nuestra capacidad viene de Dios..., no de la letra, sino del Espíritu. La letra mata, mas el Espíritu da vida» (2 Cor 3,5-6).
Estamos bajo el régimen del Espíritu, que se ha derramado en nuestros corazones. La fe es un don de Dios y reconoce que todo lo bueno que el hombre hace se debe a la gracia de Dios, no a las propias fuerzas, ni al cumplimiento de los preceptos de la ley. La fe transforma el ser mismo del hombre y la capacita para vivir según la nueva creación. La fe, interiorizando la ley, nos libera de la esclavitud. «Habéis sido llamados a la libertad..., manteneos firmes y no os dejéis oprimir bajo el yugo de la esclavitud... Habéis roto con Cristo, todos cuantos buscáis la justicia en la ley» (Gal 5,13.1.4). El comportamiento que surge de la fe es como el agua que brota de una fuente: nace desde dentro hacia fuera. «Lo que sale de dentro es lo que hace al hombre impuro» (Mc 7,20). A Dios le importa más lo que siente el corazón que lo que pronuncian los labios. La fe transforma «lo de dentro» para que el hombre, obrando desde su espíritu por el impulso del Espíritu de Dios, produzca frutos buenos. Lo que justifica al hombre es la fe, no los merecimientos conseguidos por el cumplimiento externo de la ley. Porque todos los que confían en sus propias fuerzas, «los que viven de las obras de la ley, incurren en la maldición» (Gal 3,10).
Alguno puede reaccionar burdamente diciendo: «Pues, ¿qué? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡De ningún modo!» (Rom 6,15). La fe nos hace realizar las obras del Espíritu de Dios, contrarias a las de la carne. Las obras de la fe, guiadas por el Espíritu, coinciden con la enumeración de las obras de la ley antigua. La fe, que supera al pedagogo de la ley, no nos aboca a un libertinaje. El creyente que vive la vida de la fe, no peca, es la muerte, sino que, «libre del pecado y esclavo de Dios, fructifica para la santidad» (Rom 6,22). La fe no destruye la ley, sino que le da cumplimiento, ya que por la fe Dios nos salva, y nos da fuerza para cumplir el precepto.
El Evangelio de hoy nos marca el camino para huir del fariseísmo, que pone todo su empeño en «purificar por fuera», haciéndose «semejantes a sepulcros blanqueados» (Mt 23,25-27). ¡Qué bien encajan estas expresiones referidas a nosotros y a la sociedad! Podemos estar todo el día cumpliendo tradiciones y leyes, pero sin agradar a Dios un solo momento, pues la raíz de nuestro corazón es aún mala y estamos lejos de El.
¡Que la Eucaristía contraste la verdad de nuestra vida de fe! Es sacramento de la fe. Supone la unión con Cristo y la transformación de nuestra vida. ¿Tendremos que escuchar hoy nosotros: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos»? (Mc 7,6-7).
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La inseguridad es una nota característica de la existencia humana. Para salir de ella buscamos sin descanso normas establecidas. La inseguridad que se refiere a la moral y a la religión es la que más nos tortura. Nunca estamos seguros de haber acertado, de no haber fallado, de haber cumplido todos los requisitos para tener a la divinidad favorable a nuestra causa. Como fruto de esta inseguridad surgen en las comunidades humanas y en los grupos religiosos las tradiciones.
Las tradiciones son buenas, ayudan al hombre a moverse en todos los ámbitos de la vida, sin tener que estar siempre improvisando, con el riesgo que eso lleva consigo. La tradición es como esa obra de arte del comportamiento humano que se ha ido enriqueciendo a lo largo de los siglos por la sabiduría de las generaciones desaparecidas. La tradición humana es una ayuda incalculable.
El problema de las tradiciones se publica cuando el hombre, hambriento de seguridades, se aferra a las costumbres. Las costumbres marcan surcos de comportamiento, como las penas labran arrugas en el rostro. Se convierten, a veces, en férreas vías de tren que dirigen, atenazan, imponen implacablemente una dirección. Entonces las tradiciones son un yugo pesado. Las tradiciones también tienen el peligro de absolutizarse, de ponerse aun encima de la misma Palabra de Dios. «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (Mc 7,8). Así vemos cómo personas muy aferradas a la tradición son incapaces de emprender el camino de la conversión, justificándose en las mismas tradiciones. «Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores... y se aferran a otras muchas tradiciones...» (Mc 7,3-4). Tener a las tradiciones como norma definitiva de todo es una hipocresía: «hipócritas... este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7,6). Al hablar de tradiciones no nos referimos en ningún momento a la Tradición de la fe.
La ley da paso a la economía de la fe
La ley del Antiguo Testamento es santa y viene de Dios. «Escuchad los mandamientos y preceptos que yo os mando cumplir» (Deut 4,1). Está llena de aliento de vida: «Estos mandamientos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia» (v. 6). El Decálogo tiene toda la bondad moral que se pueda imaginar: «¿Cuál es la gran nación cuyos mandamientos y decretos sean tan justos como toda esta ley?» (v. 8). El Decálogo es además universal, vale para todo tiempo y para todo hombre, también para nosotros.
Lo que ocurre desde Jesucristo es que ha cambiado la perspectiva de un modo considerable. Del régimen de la ley hemos pasado al de la fe, por lo que la ley queda potenciada. La ley deja de ser un precepto externo, impuesto desde fuera; deja también de ser ocasión de pecado, pues la ley enseñaba lo que no se debía hacer, pero no daba fuerzas para superar la tentación.
Para acabar con la proverbial alineación humana, Dios ha decidido entablar con el hombre un régimen nuevo de relación. La nueva alianza se caracteriza no por la supresión del precepto, sino por su interiorización. Al comportarse según la Palabra de Dios, el creyente no se limita a cumplir un mandamiento externo, sino que desarrolla la propia vida interior de la fe: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Gen 31,33;32,40). La Palabra de Dios no es un código de leyes, sino la misma comunicación de Dios que engendra la vida en nuestro corazón y nos transforma en nuevas creaturas. «Evidentemente, sois una carta de Cristo..., escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón... Nuestra capacidad viene de Dios..., no de la letra, sino del Espíritu. La letra mata, mas el Espíritu da vida» (2 Cor 3,5-6).
Estamos bajo el régimen del Espíritu, que se ha derramado en nuestros corazones. La fe es un don de Dios y reconoce que todo lo bueno que el hombre hace se debe a la gracia de Dios, no a las propias fuerzas, ni al cumplimiento de los preceptos de la ley. La fe transforma el ser mismo del hombre y la capacita para vivir según la nueva creación. La fe, interiorizando la ley, nos libera de la esclavitud. «Habéis sido llamados a la libertad..., manteneos firmes y no os dejéis oprimir bajo el yugo de la esclavitud... Habéis roto con Cristo, todos cuantos buscáis la justicia en la ley» (Gal 5,13.1.4). El comportamiento que surge de la fe es como el agua que brota de una fuente: nace desde dentro hacia fuera. «Lo que sale de dentro es lo que hace al hombre impuro» (Mc 7,20). A Dios le importa más lo que siente el corazón que lo que pronuncian los labios. La fe transforma «lo de dentro» para que el hombre, obrando desde su espíritu por el impulso del Espíritu de Dios, produzca frutos buenos. Lo que justifica al hombre es la fe, no los merecimientos conseguidos por el cumplimiento externo de la ley. Porque todos los que confían en sus propias fuerzas, «los que viven de las obras de la ley, incurren en la maldición» (Gal 3,10).
Alguno puede reaccionar burdamente diciendo: «Pues, ¿qué? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡De ningún modo!» (Rom 6,15). La fe nos hace realizar las obras del Espíritu de Dios, contrarias a las de la carne. Las obras de la fe, guiadas por el Espíritu, coinciden con la enumeración de las obras de la ley antigua. La fe, que supera al pedagogo de la ley, no nos aboca a un libertinaje. El creyente que vive la vida de la fe, no peca, es la muerte, sino que, «libre del pecado y esclavo de Dios, fructifica para la santidad» (Rom 6,22). La fe no destruye la ley, sino que le da cumplimiento, ya que por la fe Dios nos salva, y nos da fuerza para cumplir el precepto.
El Evangelio de hoy nos marca el camino para huir del fariseísmo, que pone todo su empeño en «purificar por fuera», haciéndose «semejantes a sepulcros blanqueados» (Mt 23,25-27). ¡Qué bien encajan estas expresiones referidas a nosotros y a la sociedad! Podemos estar todo el día cumpliendo tradiciones y leyes, pero sin agradar a Dios un solo momento, pues la raíz de nuestro corazón es aún mala y estamos lejos de El.
¡Que la Eucaristía contraste la verdad de nuestra vida de fe! Es sacramento de la fe. Supone la unión con Cristo y la transformación de nuestra vida. ¿Tendremos que escuchar hoy nosotros: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos»? (Mc 7,6-7).
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