(De "Motivos de San Francisco", poemas en prosa de la poetisa chilena Gabriela Mistral (1889-1957), inspirados directamente en las Florecillas de San Francisco y sus Hermanos)
Francisco se paraba delante de una planta y después de acariciarle las flores, iba tocando en el tronco y las ramillas un nudo negro, una cicatriz leprosa.
Y cuando encontraba una rama rota, se cortaba un pedacito del sayal para cubrirle la herida y no se desangrara.
Un día halló en el rosal preferido una rosa que no podía abrirse, Le había caído escarcha y estaba con dos pétalos en alto como dos alitas abiertas; las demás se habían endurecido.
-Pobrecilla -le dijo San Francisco-. El hermano sol no te calienta lo bastante; pero tú no puedes perder la alegría de abrirte, que es toda la dicha de una rosa.
De mucho beber al hermano sol con el pecho, llevo éste muy tibio, hermana rosa. Acuéstate aquí y veamos si se afloja el botoncillo duro.
Francisco tiene toda una siesta la rosa sobre sí. Ella va soltando los pétalos uno a uno. Teniendo doblada la cabeza sobre la flor, le escucha el pequeño ruido con que se hincha en el centro de cada pétalo y salta. Le ve ir mudando el blanco verdoso por el blanco-blanco. Así aprende Francisco que cuando el último pétalo va a soltarse, se oye el canto de la flor, la palabra de la plenitud. Es tan suave esa palabra que hay que oírla parando los pulsos. Es la alabanza de la rosa. Un momento después el pétalo más maduro de abajo cae hacia un lado, y ha pasado el instante inefable.
La rosa redondeó su círculo y Francisco dio un suspiro gozoso.
La corola lo miraba con el ojo dorado de sus estambres amasados, y ese día, él compuso un canto sobre la alegría de abrirse, de una rosa.