(De "Motivos de San Francisco", poemas en prosa de la poetisa chilena Gabriela Mistral (1889-1957), inspirados directamente en las Florecillas de San Francisco y sus Hermanos)
¡Cómo hablaría San Francisco! ¡Quién oyera sus palabras, goteando como un fruto su dulzura! ¡Quién las oyera cuando el aire está lleno de resonancias secas como un cardo muerto!
Esa voz de San Francisco hacía volverse el paisaje sobre él, como un semblante; apresuraba de amor la savia en los árboles y hacía aflojarse de dulzura su abullonado a la rosa.
Era un acento quedo, como el que tiene el agua cuando corre bajo la arenita menuda. Y cantaba sus canciones con ese acento amortiguado por la humildad. (Cantar es tener un estremecimiento más que una palabra en la voz).
El hablar de San Francisco se deslizaba invisible por los oídos de los hombres. Y se hacía en sus entrañas un puñado de flores suavísimas. Y ellos no entendían aquella suavidad extraña que les hacía. Ignoran que las palabras son guirnaldas invisibles que se descuelgan hacia las entrañas.
Hasta era mayor que el de las manos este milagro de la voz. Francisco no tocaba a veces el pecho de los leprosos: les hablaba con sus manos cogidas, y el aliento era el verdadero aceite que resbalaba aliviando la llaga.
Y se hizo Francisco boca de canciones, para ser boca de sumo amor. No quiso buscar al Señor con gemidos en la sombra como Pascal. Lo buscó en el sentido de sus canciones gozosas semejantes al latido vivo de polvo dorado que hay en un rayo de sol.
¿Cuál es la mayor dulzura que has alcanzado allá abajo?, solían preguntar los ángeles al Señor. Y el Señor les respondía: No son los panales que se vencen; son los labios que están siempre bien henchidos de mi siervo Francisco, cantador.