Si se quiere oír la palabra decisiva sobre lo que fue Jesús, hay que acudir a Juan. También los otros evangelistas cuentan cosas preciosas acerca de El. Lo que narran está ante nosotros en pura presencia, íntimamente cerca. Inscribieron muy tempranamente. Dan la impresión inmediata; ¿pero da siempre la mirada inmediata la imagen más plena? ¿Llega hasta la última profundidad? Cuando el hombre de treinta años mira a su infancia y cuando vuelve a mirar el que ha dejado tras sí los sesenta, ¿quién mira más plenamente, quién cala más hondo, quién penetra más poderosamente aquel ser de niño en su sentido auroral y en su intrincada trama? Los sinópticos calan hondo en Jesús. Pero sólo Juan descubre lo último. Juan escribió de viejo. En la plenitud de la experiencia cristiana y del perfeccionamiento interno. Mira hacia atrás con la mirada penetrante y amplia de la madurez del recuerdo. Y él era, por añadidura, "el discípulo a quien Jesús amaba", el que se reclinó sobre su pecho y en él bebió, como dice la liturgia, "los torrentes de agua eterna". Juan pronuncia la última palabra sobre su maestro.
Ahora bien, todo su Evangelio habla del misterio interior del Señor. De él vamos a destacar algunas palabras. Ellas serán —como todo lo demás que en estas meditaciones se dice— una invitación a penetrar más a fondo en la abundancia del Evangelio mismo.
Una vez —el hecho se nos cuenta después del incidente de la mujer adúltera— les dice Jesús a los fariseos: "Yo soy la luz del mundo: el que me siguiere, no caminará entre tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Juan 8, 12). ¡Fuerte palabra: "Yo soy la luz del mundo"! Probemos de imaginar que decimos nosotros algo parejo... cuando sentirnos lo confuso que se nos aparece la existencia..., lo a tientas que andamos, sin saber de donde ni adonde, dichosos si vemos el paso inmediato que vamos a dar... Entonces medimos bien algo de lo que significa que venga alguien y diga: "Yo soy la luz del mundo." Afirma no menos que en El todo es claro, todo claro en torno a El, sin confusión, sin embuste.
Que ve lúcidamente, que juzga rectamente, que penetra hasta el fondo, el fin, la trama entera... Pero no dice sólo que es lúcido, sino que es una luz, y aun añade: "del mundo". La luz que necesita el mundo; todos, por ende, todos los hombres, todas las criaturas. Y la luz para llegar a la salud, a Dios, eso es El. Si un grupo de hombres caminan en una noche cerrada, y uno de ellos lleva una linterna, esta es la luz de todos. Si se apaga, todos quedan a oscuras. De este modo es El la luz, la única que hay, para todo el mundo... Hay para sentir miedo ante semejante palabra.
En los discursos de despedida dijo sus discípulos que se iba y que ya sabían el camino. Tomás replica: "Señor, no sabemos a donde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?" Y Jesús: "Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre, sino por mí."
Nuevamente tenemos que sopesar las palabras. Jesús no dice: "Yo os muestro el camino", sino "yo soy el camino". No "Yo os enseño la verdad", sino "Yo soy la verdad". No "Yo os doy la vida", sino "Yo soy la vida". Y esto no se dice por pura hipérbole oratoria, sino con aguda conciencia de lo que se trata. No corre un camino y Jesús lo señala; no hay una verdad universal y Jesús la interpreta, o una fuente de vida y El la abre. No hay una unión viva con Dios, abierta de suyo, y obra de Jesús fuera sólo facilitar el acceso. ¡No! El es el camino, la verdad y la vida, y esto quiere decir, que El es la unión viva con Dios. Nadie va al Padre, sino por El. Si alguien preguntara: ¿Cómo voy yo a Dios? ¿Cómo es Dios? La respuesta sería: Dios es como se manifiesta en Jesús. El que ve a Jesús, el que percibe cómo es Jesús, cómo habla, cómo se porta, cómo siente, percibe ahí a Dios. Y va a Dios, tratando con Jesús, aprendiendo de El, imitando su vida, entrando en El. Eso es justamente estar en el camino y en la vida. Eso es tener parte en la vida.
Era la fiesta de la dedicación del templo y Jesús se paseaba bajo el pórtico de Salomón, en el templo. "Rodeáronle, pues, los judíos y le dijeron: "¿Hasta cuándo suspenderás nuestra alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo francamente." Jesús les respondió: "Os lo he dicho y no creéis. Las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco y me siguen y yo les doy vida eterna y no se perderán en la eternidad y nadie me las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, es mayor que todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno mismo" (Juan 10, 24 ss.). "Yo y el Padre somos una sola cosa" la palabra significa algo enorme y como tal es entendida; pues inmediatamente leemos que "los judíos echaron manos a las piedras, para apedrearlo" (10, 31). Este pueblo, educado por la escuela de los profetas para percibir el sonido y alcance de las palabras religiosas y celoso de la pureza de la fe en Dios, por la que sufre y lucha desde hace mil años, oye ahí una posibilidad de blasfemia: "Por ninguna buena obra te apedreamos, sino por blasfemia, porque tú, que eres hombre, te haces Dios" (10,33).
Pero Jesús no retracta nada ni atenúa nada: "¿No está escrito en vuestra ley: Yo he dicho: ¿Sois dioses? Si llamó dioses a aquellos a quienes se dirigió la palabra de Dios -y la Escritura no puede invalidarse, ¿cómo decís vosotros a quien el Padre santificó y envió a este mundo: "eres un blasfemo", porque ha dicho; "¿Soy Hijo de Dios?" No se trata ya sólo de la filiación divina por la elección del pueblo judío que, efectivamente, es llamado Hijo de Dios. No es tampoco ya sólo la filiación por la gracia que se promete al creyente. Tampoco se trata de la elección del gran Individuo, del "siervo de Yahvé". Aquí hay algo más. Aquí hay algo que fuerza a la decisión: o blasfemia u otra cosa. Lo inaudito. Una vez habla a los judíos que habían creído en El (8, 31 ss.): "Si os quedáis en mi palabra, seréis de veras discípulos míos y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres." Al punto se rebulle en ellos la susceptibilidad y el orgullo: "Somos raza de Abraham y de nadie hemos sido esclavos. ¿Cómo dices tú: os haréis libres?" Jesús nota cómo se concentra en ellos lo malo, y dice: "Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham. Ahora, empero, tratáis de matarme, siendo yo el que os ha dicho la verdad, que oí de Dios. Eso no lo hizo Abraham."
Terriblemente dura se hace ahora la réplica y contrarréplica. Sentimos cómo nuevamente se empedernecen los que apenas se habían hecho creyentes... Hasta que Jesús les lanza a la cara: "Vosotros tenéis por padre al diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre, que es homicida desde el principio." Y ellos: "¿No decimos bien nosotros que eres un samaritano y tienes un demonio...?" Luego les dice (8, 51 ss.): "En verdad, en verdad os digo, que si alguien guarda mi palabra, no probará la muerte jamás." Replicáronle los judíos: "Ahora estamos seguros de que tienes un demonio. Abraham y los profetas murieron también, y tú dices: el que guardare mi palabra, no probará la muerte jamás. ¿Acaso eres tú más que nuestro padre Abraham, que murió? También murieron los profetas. ¿Quién te haces?" Responde Jesús: "Si yo me glorificase a mí mismo, mi gloria no sería nada. Está mi Padre que me da gloria, del que vosotros decís: es nuestro Dios. Y no lo conocéis, pero yo lo conozco. Y si dijera que no lo conozco, sería igual que vosotros: un embustero. Pero le conozco y guardo su palabra. Vuestro padre Abraham se alegró de que vería mi día, y lo vio y tuvo gran gozo." Dijéronle entonces los judíos: "¿No tienes todavía cincuenta años y has visto a Abraham?" Díjoles Jesús: "De veras, de veras os digo que yo existo antes que naciera Abraham."
Pareja palabra no la dijo el Señor más que una vez. Es como si de golpe refulgiera la eternidad: "De veras, de veras os digo, que yo existo antes que naciera Abraham." Hacía mil años que había vivido Abraham... Así, pues, antes de que él naciera, no, "era yo"; aquí habría aún tiempo, sino "soy yo". La larga historia del pueblo judío pasó. Tras ella nos remontamos hacia la oscuridad. Habrá larga historia humana; nadie sabe hasta cuándo. Aquélla pasó y ésta pasará. Y aquí viene uno, a quien Mi madre dio a luz en Belén hace treinta años y a quien le ronda ya la muerte. Y este uno dice: "Antes de que naciera Abraham, soy yo." Fulgura en el tiempo conciencia eterna. Conciencia de ser eterno.
Aquí, en la intimidad viva de Jesús, se abre el camino hacia el misterio, de cuya figura, situada más allá de todas las cosas, nos cuenta Juan en el pórtico de su Evangelio.
Aquí leemos: "En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y Dios era el Verbo. Este estaba en el principio junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por El y sin El nada fue hecho de cuanto ha sido hecho. En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la comprendieron." Y luego: "Y el Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros, y contemplamos su gloria, gloria como cíe Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad."
Y el comienzo de la primera carta de Juan continúa, como un eco, la noticia: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y nuestras manos palparon acerca del Verbo de la vida —porque la vida se manifestó y la hemos visto y la atestiguamos y os anunciamos a vosotros la vida eterna, que estaba junto al Padre y se manifestó a nosotros— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros..."
"Antes de que naciera Abraham, soy yo", la frase anunciaba su eternidad. Aquí aparece ahora claro quién es: el Verbo. Es Dios hablado. Es la plenitud viva del ser y de la verdad de Dios. La plenitud, pronunciada por Dios, que es el Padre, en Palabra esencial y real: la Palabra que está junto a Dios Padre, en el hablante, o, más exactamente, "hacia el hablante", dirigida hacia El como respuesta. Y esta Palabra, este Verbo, es también Dios. Por El ha sido creado todo. Todo sentido, todo valor, toda verdad de lo que es, del ente, viene de El. El es la luz del mundo, El es la vida del mundo.
Aquí está dicho lo último, e importa sobre todas las cosas que no se perciba sólo externamente, sino que se oiga con reverencia y adoración.
Cuando el hombre se vuelve a sí mismo, encuentra al hombre. Cuando miro dentro de mí mismo, encuentro mis pensamientos, mis emociones, mi culpa y mi ansia, mi dolor y toda la miseria de mi finitud. Me encuentro a mí mismo. Cuando Jesús se llamaba a sí mismo, lo que respondía "yo" era Dios. Y Dios era también el que llamaba.
La cercanía del Padre no era sólo cercanía de la gracia y de la elección. Era aquella cercanía (la palabra resulta insuficiente) en que está el Padre respecto a la Palabra, que El habla, y está a El dirigida.
La voluntad del Padre, de que Jesús vivía, no era percibida, como en los profetas, a la manera de mandato de un señor y creador lejano. En su voluntad, el Padre mismo venía a El, y estaba con El, porque "yo y el Padre somos una sola cosa.
De esta unidad de ser procedía su soledad entre los hombres, pues era efectivamente otro que ellos. Y, a su vez, por esta unidad de ser podía soportar la soledad.
De aquí irradiaba la virtud de sus curaciones y ayuda, que no se dirigía sólo a socorrer humanamente, sino que quería señalar el camino que lleva al Padre, y es El mismo.
De ahí el misterio que lo envolvía y hacía que los hombres le temieran y, a par, se sintieran atraídos por El. Por aquí quedó sellada la figura de su ser. Estuvo de paso por este mundo. Vino del Padre y se volvió a El. Su tránsito tuvo que ser un fracaso. Porque si es verdad que cuando algo es más noble, tanto es más débil en este mundo pesado y violento, en El se cumple doblemente. Si realmente Dios se hizo hombre, no viviendo como ente milagroso —la tentación de Satanás al comienzo de su vida pública le sugirió que viviera así-, sino como hombre real, "semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado", y el Dios hecho así hombre, el Dios hecho carne, tenía que ser lo más débil de este mundo. No en vano se dice que Dios "se vació", "se anonadó", se hizo "impotente" en este mundo.
De ahí el misterio que lo envolvía y hacía que los hombres le temieran y, a par, se sintieran atraídos por El. Por aquí quedó sellada la figura de su ser. Estuvo de paso por este mundo. Vino del Padre y se volvió a El. Su tránsito tuvo que ser un fracaso. Porque si es verdad que cuando algo es más noble, tanto es más débil en este mundo pesado y violento, en El se cumple doblemente. Si realmente Dios se hizo hombre, no viviendo como ente milagroso —la tentación de Satanás al comienzo de su vida pública le sugirió que viviera así-, sino como hombre real, "semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado", y el Dios hecho así hombre, el Dios hecho carne, tenía que ser lo más débil de este mundo. No en vano se dice que Dios "se vació", "se anonadó", se hizo "impotente" en este mundo.
Cuando Dios se hizo hombre, entró en el estado de víctima.