y de todas las buenas amistades que podía elegir justo escogí la peor.
Me encariñé con una pariente muy mundana que venía a menudo por casa.
Me encariñé con una pariente muy mundana que venía a menudo por casa.
Pasaba conversando largos ratos con ella de pasatiempos y vanidades
sin llegar nunca a pecado grave y sin haber perdido el temor de Dios.
Ahora me doy cuenta del daño que hace una mala compañía.
Si no lo hubiera experimentado no lo podría creer.
¡Ojalá los padres se dieran cuenta del daño que hace a sus hijos una mala amistad!
En mi caso personal, aquellas huecas conversaciones
barrieron mis buenos deseos e inclinaciones de la infancia.
Lo único que me preocupaba, en ese entonces, era mi propio honor,
lo demás me tenía sin cuidado.