Corpus Christi

(De la Audiencia General del Papa Juan Pablo II del 13 de junio de 1979)

He aquí que se acerca el día, y prácticamente ya ha comenzado, en el que la Iglesia hablará, por medio de su solemne liturgia, para venerar este misterio, del que ella vive cada día: la Eucaristía. Gloriosi Corporis mysterium Sanguinisque pretiosi. El fundamento y, a la vez, la cumbre de la vida de la Iglesia. Su fiesta incesante y, al mismo tiempo, su vida diaria.

Cada año, el Jueves Santo, al comienzo del triduo sacro, nos reúne en el Cenáculo, donde celebramos el memorial de la última Cena. Y éste precisamente sería el día más adecuado a fin de meditar con veneración todo lo que es para la Iglesia la Eucaristía, el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Pero se ha demostrado en el curso de la historia que este día más adecuado, único, no basta. Está, además, insertado orgánicamente en el conjunto del recuerdo pascual; toda la pasión, muerte y resurrección ocupan entonces nuestros pensamientos y nuestros corazones.

No podemos decir, pues, de la Eucaristía todo aquello de lo que están colmados nuestros corazones. Por esto, desde la Edad Media, y precisamente desde 1264, la necesidad de la adoración, al mismo tiempo litúrgica y pública del Santísimo Sacramento ha encontrado su expresión en una solemnidad aparte, que la Iglesia celebra el primer jueves después del domingo de la Santísima Trinidad, comenzando por las primeras Vísperas del día precedente. Deseo que esta meditación nos introduzca en plena atmósfera de la fiesta eucarística.

"No hay nación tan grande, que tenga a sus dioses tan cerca, como nuestro Dios está presente entre nosotros" (Santo Tomás).

Se puede hablar de varias maneras sobre la Eucaristía. Se ha hablado de diversos modos sobre ella en el curso de la historia. Es difícil decir algo que no se haya dicho ya. Y, al mismo tiempo, cualquier cosa que se diga, desde cualquier parte que nos acerquemos a este gran misterio de la fe y de la vida de la Iglesia, siempre descubrimos algo nuevo. No porque nuestras palabras revelen esta novedad. La novedad se encuentra en el misterio mismo. Cada tentativa de vivir con ella en espíritu de fe, comporta nueva luz, nuevo estupor y nueva alegría.

"Y maravillándose de esto el hijo del trueno, y considerando la sublimidad del amor divino, exclamaba: 'Tanto amó Dios al mundo (Jn 3, 16)'. Dinos, pues, San Juan, ¿en qué sentido tanto? Di la medida, di la grandeza, enséñanos la sublimidad. Dios amó tanto al mundo..." (San Juan Crisóstomo).

La Eucaristía nos acerca a Dios de modo estupendo. Y es el sacramento de su cercanía en relación con el hombre. Dios en la Eucaristía es precisamente este Dios que ha querido entrar en la historia del hombre. Ha querido aceptar la humanidad misma. Ha querido hacerse hombre. El sacramento del Cuerpo y de la Sangre nos recuerda continuamente su Divina Humanidad.

Cantamos Ave, verum corpus, natum ex Maria Virgine. Y viviendo con la Eucaristía, volvemos a encontrar toda la sencillez y profundidad del misterio de la Encarnación.

Es el sacramento del descenso de Dios hacia el hombre, del acercamiento a todo lo que es humano. Es el sacramento de la divina "condescendencia". La entrada divina en la realidad humana ha alcanzado su culmen mediante la pasión y la muerte. Mediante la pasión y la muerte en la cruz, el Hijo de Dios Encarnado se ha convertido, de manera especialmente radical, en el Hijo del hombre, ha compartido hasta el extremo lo que es la condición de cada uno de los hombres.

La Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre, nos recuerda sobre todo esta muerte, que Cristo sufrió en la cruz; la recuerda y, en cierto modo, es decir, incruento, renueva su realidad histórica. Lo testifican las palabras pronunciadas en el Cenáculo separadamente sobre el pan y sobre el vino, las palabras que, en la institución de Cristo, realizan el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre; el sacramento de la muerte, que fue sacrificio expiatorio. El sacramento de la muerte, en el que se expresa toda la potencia del amor. El sacramento de la muerte, que consistió en dar la vida para reconquistar la plenitud de la vida.

"Come la vida, bebe la vida: tendrás la vida, y es la vida total" (San Agustín).

Por medio de este sacramento se anuncia continuamente en la historia del hombre, la muerte que da la vida.

Se realiza continuamente en ese signo sencillísimo, que es el signo del pan y del vino. Dios en él está presente y cercano al hombre con esa cercanía penetrante de su muerte en la cruz, de la que ha brotado la potencia de la resurrección. El hombre, mediante la Eucaristía, se hace partícipe de esta potencia.

La Eucaristía es el sacramento de la comunión. Cristo se da a Sí mismo a cada uno de nosotros, que lo recibimos bajo las especies eucarísticas. Se da a Sí mismo a cada uno de nosotros que comemos el manjar eucarístico y bebemos la bebida eucarística. Este comer es signo de la comunión. Es signo de la unión espiritual, en la que el hombre recibe a Cristo, se le ofrece la participación en su Espíritu, encuentra de nuevo en Él particularmente íntima la relación con el Padre: siente particularmente cercano el acceso a Él.

Dice un gran poeta (Mickiewocz):
"Hablo contigo, que reinas en el ciclo y, que al mismo tiempo eres huésped en la casa de mí espíritu... ¡Hablo contigo!, me faltan palabras para Ti; tu pensamiento escucha cada uno de mis pensamientos; reinas lejos y sirves en cercanía, Rey en los cielos y en mi corazón sobre la cruz..."
En efecto, nos acercamos a la comunión eucarística, recitando antes el "Padrenuestro".

La comunión es un vínculo bilateral. Nos conviene decir, pues, que no sólo recibimos a Cristo, no sólo lo recibe cada uno de nosotros en este signo eucarístico, sino que también Cristo recibe a cada uno de nosotros. Por así decirlo, Él acepta siempre en este sacramento al hombre, lo hace su amigo, tal como dijo en el Cenáculo: "Vosotros sois mis amigos" (Jn 15, 14). Esta acogida y la aceptación del hombre por parte de Cristo es un beneficio inaudito. El hombre siente muy profundamente el deseo de ser aceptado. Toda la vida del hombre tiende en esta dirección, para ser acogido y aceptado por Dios; y la Eucaristía expresa esto sacramentalmente. Sin embargo, el hombre debe, como dice San Pablo, "examinarse a sí mismo", de si es digno de ser aceptado por Cristo. La Eucaristía es, en cierto sentido, un desafío constante para que el hombre trate de ser aceptado, para que adapte su conciencia a las exigencias de la santísima amistad divina.

Deseamos expresar en el marco de esta solemnidad de hoy, como también el próximo domingo y todos los días, esta veneración y amor particular, público, con que rodeamos siempre al Santísimo Sacramento.