El camino inicial de la Iglesia está marcado, ante todo, por la acción del Espíritu Santo, que transforma a los Apóstoles en testigos del Resucitado hasta el derramamiento de su sangre, y por la rápida difusión de la Palabra de Dios hacia Oriente y Occidente. Sin embargo, antes de que se difunda el anuncio del Evangelio, san Lucas refiere el episodio de la Ascensión del Resucitado. El Señor entrega a los discípulos el programa de su existencia dedicada a la evangelización y dice: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta el confín de la tierra» (Hch 1, 8). En Jerusalén los Apóstoles, que ya eran sólo once por la traición de Judas Iscariote, se encuentran reunidos en casa para orar, y es precisamente en la oración como esperan el don prometido por Cristo resucitado, el Espíritu Santo.
En este contexto de espera, entre la Ascensión y Pentecostés, san Lucas menciona por última vez a María, la Madre de Jesús, y a sus parientes. A María le dedicó las páginas iniciales de su Evangelio, desde el anuncio del ángel hasta el nacimiento y la infancia del Hijo de Dios hecho hombre. Con María comienza la vida terrena de Jesús y con María inician también los primeros pasos de la Iglesia; en ambos momentos, el clima es el de la escucha de Dios, del recogimiento. Hoy, por lo tanto, quiero detenerme en esta presencia orante de la Virgen en el grupo de los discípulos que serán la primera Iglesia naciente. María siguió con discreción todo el camino de su Hijo durante la vida pública hasta el pie de la cruz, y ahora sigue también, con una oración silenciosa, el camino de la Iglesia. En la Anunciación, en la casa de Nazaret, María recibe al ángel de Dios, está atenta a sus palabras, las acoge y responde al proyecto divino, manifestando su plena disponibilidad: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu voluntad» (cf. Lc 1, 38). María, precisamente por la actitud interior de escucha, es capaz de leer su propia historia, reconociendo con humildad que es el Señor quien actúa. En su visita a su prima Isabel, prorrumpe en una oración de alabanza y de alegría, de celebración de la gracia divina, que ha colmado su corazón y su vida, convirtiéndola en Madre del Señor. Alabanza, acción de gracias, alegría: en el cántico del Magníficat, María no mira sólo lo que Dios ha obrado en ella, sino también lo que ha realizado y realiza continuamente en la historia. San Ambrosio, en un célebre comentario al Magníficat, invita a tener el mismo espíritu en la oración y escribe: «Cada uno debe tener el alma de María para alabar al Señor; cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 26: pl 15, 1561).
También en el Cenáculo, en Jerusalén, «en la sala del piso superior, donde solían reunirse» los discípulos de Jesús, en un clima de escucha y de oración, ella está presente, antes de que se abran de par en par las puertas y ellos comiencen a anunciar a Cristo Señor a todos los pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que él les había mandado. Las etapas del camino de María, desde la casa de Nazaret hasta la de Jerusalén, pasando por la cruz, donde el Hijo le confía al apóstol Juan, están marcadas por la capacidad de mantener un clima perseverante de recogimiento, para meditar todos los acontecimientos en el silencio de su corazón, ante Dios; y en la meditación ante Dios comprender también la voluntad de Dios y ser capaces de aceptarla interiormente. La presencia de la Madre de Dios con los Once, después de la Ascensión, no es, por tanto, una simple anotación histórica de algo que sucedió en el pasado, sino que asume un significado de gran valor, porque con ellos comparte lo más precioso que tiene: la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: conservar la memoria de Jesús y así conservar su presencia.
La última alusión a María en los dos escritos de san Lucas está situada en el día de sábado: el día del descanso de Dios después de la creación, el día del silencio después de la muerte de Jesús y de la espera de su resurrección. Y en este episodio hunde sus raíces la tradición de Santa María en Sábado. Entre la Ascensión del Resucitado y el primer Pentecostés cristiano, los Apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar con ella el don del Espíritu Santo, sin el cual no se puede ser testigos. Ella, que ya lo había recibido para engendrar al Verbo encarnado, comparte con toda la Iglesia la espera del mismo don, para que en el corazón de todo creyente «se forme Cristo». Si no hay Iglesia sin Pentecostés, tampoco hay Pentecostés sin la Madre de Jesús, porque ella vivió de un modo único lo que la Iglesia experimenta cada día bajo la acción del Espíritu Santo. San Cromacio de Aquileya comenta así la anotación de los Hechos de los Apóstoles: «Se reunió, por tanto, la Iglesia en la sala del piso superior junto con María, la Madre de Jesús, y con sus hermanos. Así pues, no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor… La Iglesia de Cristo está allí donde se predica la Encarnación de Cristo de la Virgen; y, donde predican los Apóstoles, que son hermanos del Señor, allí se escucha el Evangelio» (Sermo 30, 1: sc 164, 135).
El concilio Vaticano II quiso subrayar de modo especial este vínculo que se manifiesta visiblemente al orar juntos María y los Apóstoles, en el mismo lugar, a la espera del Espíritu Santo. La constitución dogmática Lumen gentium afirma: «Dios no quiso manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de enviar el Espíritu prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y sus parientes” (Hch 1, 14). María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra» (n. 59). El lugar privilegiado de María es la Iglesia, donde «es también saludada como miembro muy eminente y del todo singular... y como su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y en el amor» (ib., 53).
Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia significa, por consiguiente, aprender de ella a ser comunidad que ora: esta es una de las notas esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana trazada en los Hechos de los Apóstoles. Con frecuencia se recurre a la oración por situaciones de dificultad, por problemas personales que impulsan a dirigirse al Señor para obtener luz, consuelo y ayuda. María invita a abrir las dimensiones de la oración, a dirigirse a Dios no sólo en la necesidad y no sólo para pedir por sí mismos, sino también de modo unánime, perseverante y fiel, con «un solo corazón y una sola alma».
Queridos amigos, la vida humana atraviesa diferentes fases de paso, a menudo difíciles y arduas, que requieren decisiones inderogables, renuncias y sacrificios. El Señor puso a la Madre de Jesús en momentos decisivos de la historia de la salvación y ella supo responder siempre con plena disponibilidad, fruto de un vínculo profundo con Dios madurado en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el domingo de la Resurrección, a ella le fue confiado el discípulo predilecto y con él toda la comunidad de los discípulos. Entre la Ascensión y Pentecostés, ella se encuentra con y en la Iglesia en oración. Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce esta maternidad hasta el fin de la historia. Encomendémosle a ella todas las fases de paso de nuestra existencia personal y eclesial, entre ellas la de nuestro tránsito final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos indica que sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su Hijo podemos salir de «nuestra casa», de nosotros mismos, con valentía, para llegar hasta los confines del mundo y anunciar por doquier al Señor Jesús, Salvador del mundo.