(De la Audiencia General del Papa Juan Pablo II el 29 de abril de 1998)
Al orientar nuestra mirada hacia Cristo, el jubileo nos invita a dirigirla también a María. No podemos separar al Hijo de la Madre, porque «el haber nacido de María» pertenece a la identidad personal de Jesús. Ya desde las primeras fórmulas de fe, Jesús fue reconocido como Hijo de Dios e Hijo de María. Lo recuerda, por ejemplo, Tertuliano, cuando afirma: «Es necesario creer en un Dios único, todopoderoso, creador del mundo, y en su Hijo Jesucristo, nacido de la Virgen María» (De virg. vel., 1, 3).
Como Madre, María fue la primera persona humana que se alegró de un nacimiento que marcaba una nueva era en la historia religiosa de la humanidad. Por el mensaje del ángel, conocía el destino extraordinario que estaba reservado al niño en el plan de salvación. La alegría de María está en la raíz de todos los jubileos futuros. Así pues, en su corazón materno se preparó también el jubileo que nos disponemos a celebrar. Por este motivo, la Virgen santísima debe estar presente de un modo, por decir así, «transversal» al tratar los temas previstos durante toda la fase preparatoria. Nuestro jubileo deberá ser una participación en su alegría.
La inseparabilidad de Cristo y de María deriva de la voluntad suprema del Padre en el cumplimiento del plan de la Encarnación. Como dice san Pablo: «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4).
El Padre quiso una madre para su Hijo encarnado, a fin de que naciera de modo verdaderamente humano. Al mismo tiempo, quiso una madre virgen, como signo de la filiación divina del niño.
Para realizar esta maternidad, el Padre pidió el consentimiento de María. En efecto, el ángel le expuso el proyecto divino y esperó una respuesta, que debía brotar de su voluntad libre. Eso se deduce claramente del relato de la Anunciación, donde se subraya que María hizo una pregunta, en la que se refleja su propósito de conservar su virginidad. Cuando el ángel le explica que ese obstáculo será superado por el poder del Espíritu Santo, ella da su consentimiento.
«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Esta adhesión de María al proyecto divino tuvo un efecto inmenso en todo el futuro de la humanidad. Podemos decir que el «sí» pronunciado en el momento de la Anunciación cambió la faz del mundo. Era un «sí» a la venida de Aquel que debía liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y darles la vida divina de la gracia. Ese «sí» de la joven de Nazaret hizo posible un destino de felicidad para el universo.
¡Acontecimiento admirable! La alabanza que brota del corazón de Isabel en el episodio de la Visitación puede expresar muy bien el júbilo de la humanidad entera: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (Lc 1, 42).
Desde el instante del consentimiento de María, se realiza el misterio de la Encarnación. El Hijo de Dios entra en nuestro mundo y comienza su vida de hombre, sin dejar de ser plenamente Dios. Desde ese momento, María se convierte en Madre de Dios.
Este título es el más elevado que se puede atribuir a una creatura. Está totalmente justificado en María, porque una madre es madre de la persona del hijo en toda la integridad de su humanidad. María es «Madre de Dios» en cuanto Madre del «Hijo, que es Dios», aunque su maternidad se define en el contexto del misterio de la Encarnación.
Fue precisamente esta intuición la que hizo florecer en el corazón y en los labios de los cristianos, ya desde el siglo III, el título de Theotókos, Madre de Dios. La plegaria más antigua dirigida a María tiene origen en Egipto y suplica su ayuda en circunstancias difíciles, invocándola «Madre de Dios».
Cuando, más tarde, algunos discutieron la legitimidad de este título, el concilio de Éfeso, en el año 431, lo aprobó solemnemente y su verdad se impuso en el lenguaje doctrinal y en el uso de la oración.
Con la maternidad divina, María abrió plenamente su corazón a Cristo y, en él, a toda la humanidad. La entrega total de María a la obra de su Hijo se manifiesta, sobre todo, en la participación en su sacrificio. Según el testimonio de san Juan, la Madre de Jesús «estaba junto a la cruz» (Jn 19, 25). Por consiguiente, se unió a todos los sufrimientos que afligían a Jesús. Participó en la ofrenda generosa del sacrificio por la salvación de la humanidad.
Esta unión con el sacrificio de Cristo dio origen en María a una nueva maternidad. Ella, que sufrió por todos los hombres, se convirtió en madre de todos los hombres. Jesús mismo proclamó esta nueva maternidad cuando le dijo, desde la cruz: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19, 26). Así quedó María constituida madre del discípulo amado y, en la intención de Jesús, madre de todos los discípulos, de todos los cristianos.
Esta maternidad universal de María, destinada a promover la vida según el Espíritu, es un don supremo de Cristo crucificado a la humanidad. Al discípulo amado le dijo Jesús: «He ahí a tu madre», y desde aquella hora «la acogió en su casa» (Jn 19, 27), o mejor, «entre sus bienes», entre los dones preciosos que le dejó el Maestro crucificado.
Las palabras «He ahí a tu madre» están dirigidas a cada uno de nosotros. Nos invitan a amar a María como Cristo la amó, a recibirla como Madre en nuestra vida, a dejarnos guiar por ella en los caminos del Espíritu Santo.