Lucas 9,28b-36: Este es mi Hijo elegido, escuchadle


En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús:

-Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía:

-Este es mi Hijo, el escogido; escuchadle.

Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

REFLEXIÓN (De la homilía del Papa Juan Pablo II del 2 de marzo de 1980)

“Este es mi Hijo elegido, escuchadle”. Oímos estas palabras en el momento en que Pedro, Juan y Santiago, los Apóstoles elegidos por Cristo, se encuentran en el monte Tabor; en el momento de la Transfiguración: “Mientras oraba el aspecto de su rostro se transformó, su vestido se volvió blanco y resplandeciente. Y he aquí que dos varones hablaban con El, Moisés y Elías”.

Se trata, pues, de un momento único. Momento en que Cristo, en cierto sentido, desea decir a los Apóstoles elegidos todavía algo más sobre Sí mismo y sobre su misión. Y no olvidemos que se trata de los mismos tres Apóstoles a quienes El, después de algún tiempo, llevará consigo a Getsemaní, a fin de que puedan ser testigos cuando se encuentra en la angustia del espíritu y aparezca sobre su rostro el sudor de sangre. Sin embargo, en el monte Tabor somos testigos con ellos de la exaltación, de la glorificación de Cristo en su aspecto humano, en el que pudieron verle en la tierra los Apóstoles y las muchedumbres.

“Este es mi Hijo elegido, escuchadle”. Estas palabras resuenan sobre Cristo  por segunda vez. Por segunda vez da testimonio de El la voz de lo Alto: en este testimonio el Padre habla del Hijo, de su Predilecto, Eterno, que es de la misma sustancia que el Padre, del que es Dios de Dios y Luz de Luz, y se hizo hombre semejante a cada uno de nosotros...

La primera vez este testimonio fue pronunciado en el Jordán, en el momento del bautismo de Juan. Juan dijo: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Y una voz del cielo: “Este es mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias” (Mt 3, 17).

Esto sucedió en el Jordán —al comienzo de la misión mesiánica de Cristo—. Ahora sucede en el monte Tabor, ante la pasión que se acerca: ante Getsemaní, el Calvario. Y al mismo tiempo en testimonio de la futura resurrección.

Por esto leemos este Evangelio de la Transfiguración del Señor al comienzo de la Cuaresma. En el segundo domingo.

Cuando el Padre viene, en esa misteriosa voz de lo Alto, da testimonio del Hijo y, a la vez, nos hace conocer que en El y por El —por El y en El— se encierra la nueva y definitiva Alianza con el hombre. Esta Alianza había sido realizada antiguamente con Abraham, que es padre de nuestra fe:  y éste fue el comienzo de la Antigua Alianza. Sin embargo, la Alianza se había hecho antes aún con Adán, con el primer Adán y no mantenida después por los progenitores, esperaba a Cristo, el segundo, “el último Adán” (1 Cor 15, 45), para adquirir en El y por El —por El y en El— su definitiva forma perfecta.

Dios-Padre realiza la Alianza con el hombre, con la humanidad, en su Hijo. Este es el culmen de la economía de la salvación, de la revelación del amor divino hacia el hombre. La Alianza se ha realizado para que en Dios-Hijo los seres humanos se convirtiesen en hijos de Dios. Cristo nos “ha dado poder de venir a ser hijos de Dios” (Jn 1, 12), sin mirar a la raza, lengua, nacionalidad, sexo. “No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).

Cristo revela a cada uno de los hombres la dignidad de hijo adoptivo de Dios, dignidad a la cual está unida su vocación suprema; terrestre y eterna. “Nuestra patria está en los cielos —escribe San Pablo a los Filipenses—, de donde esperamos un Salvador: al Señor Jesucristo, que transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a Sí todas las cosas”  (3, 20-21).

Y esta obra de la Alianza: la obra de llevar al hombre a la dignidad de hijo adoptivo (o de hija) de Dios, Cristo la realiza de modo definitivo a través de la cruz. Esta es la verdad que la Iglesia, en el presente periodo de Cuaresma, desea poner de relieve de modo particular: sin la cruz de Cristo no existe esa suprema elevación del hombre.

De aquí también las duras palabras del Apóstol en la segunda lectura de hoy acerca de los que “andan... como enemigos de la cruz de Cristo"; su dios el el vientre (cf. Flp 3, 18-19) (quiere decir que lo temporal es sólo lo que tiene valor de provecho material y de utilidad). El Apóstol habla de ésos “con lágrimas en los ojos” (Flp 3, 18). Tratemos de preguntarnos si estas lágrimas del Apóstol de las Gentes no se refieren también a nosotros, a nuestra época histórica, al hombre de nuestro tiempo. Pensemos sobre esto y preguntémonos si también en nuestra generación no crece una cierta hostilidad hacia la cruz de Cristo, hacia el Evangelio; quizá sólo se trate de una indiferencia que, a veces, es peor que la hostilidad.

La voz de lo Alto dice: “Este es mi Hijo elegido, escuchadle”. ¿Qué significa escuchar a Cristo? Es una pregunta que no puede dejar de plantearse un cristiano. Ni su razón. Ni su conciencia. Qué significa escuchar a Cristo?

Toda la Iglesia debe dar siempre una respuesta a esta pregunta en las dimensiones de las generaciones, de las épocas, de las condiciones sociales, económicas y políticas que cambian. La respuesta debe ser auténtica, debe ser sincera, así como es auténtica y sincera la enseñanza de Cristo, su Evangelio, y después Getsemaní, la cruz y la resurrección.

Y cada uno de nosotros debe dar siempre una respuesta a esta pregunta: si su cristianismo, si su vida son conformes con la fe, si son auténticos y sinceros. Debe dar esta respuesta si no quiere correr el riesgo de tener como dios al propio vientre, y de comportarse como enemigo “de la cruz de Cristo”.

La respuesta será cada vez un poco diversa: diversa será la respuesta del padre y de la madre de familia, diversa la de los novios, diversa la del niño, diversa la del muchacho y la de la muchacha, diversa la del anciano, diversa la del enfermo clavado en el lecho del dolor, diversa la del hombre de ciencia, de la política, de la cultura, de la economía, diversa la del hombre del duro trabajo físico, diversa la de la religiosa o del religioso, diversa la del sacerdote, del pastor de almas, del obispo y del Papa.

Y aun cuando estas respuestas deben ser tantas cuantos san los hombres que confiesan a Cristo, sin embargo, será única en cierto sentido, caracterizada por la semejanza interna con Aquel a quien el Padre celeste nos ha recomendado escuchar (“escuchadle”). Tal como dice de nuevo San Pablo: “Sed imitadores míos...” (Flp 3, 17), y en otro lugar añade, “como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11, 1).

Ahora permitidme, queridos hermanos y hermanas, que me detenga aquí para recordaros esta pregunta: ¿qué significa escuchar a Cristo? Y con esta pregunta os dejaré durante toda la Cuaresma. No os doy respuesta alguna demasiado pormenorizada, sólo os pido que cada uno de vosotros se plantee constantemente esta pregunta: ¿qué significa escuchar a Cristo en mi vida? Toda la parroquia se plantee esta pregunta y en la parroquia cada una de las comunidades.

Y ahora añado —siguiendo la liturgia de hoy— que escuchar a Cristo, que es el Hijo predilecto del Eterno Padre, es al mismo tiempo la fuente de esa esperanza y alegría, de la que habla espléndidamente el Salmo de la liturgia de hoy: “EI Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?” (Sal 26 [27] 1).

De aquí nace el constante motivo de la aspiración espiritual: “Escúchame, Señor, que te llamo, ten piedad, respóndeme. Oigo en mi corazón: ‘Buscad mi rostro’” (Sal 26 [27] 7-8). Buscar el rostro de Dios; he aquí la dirección que da Cristo a la vida humana: “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro; no rechaces con ira a tu siervo” (Sal 26 [27] 8-9).

Continuando en esta dirección, el hombre no se cierra en los límites de lo temporal. Vive con la gran perspectiva. “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal 26 [27] 13-14).

Sí. Espera en el Señor. Amén.

Clic aquí para ir a la Lectio Divina para este Evangelio

Clic aquí para ver homilías de otros Evangelios