Marcos 7,31-37: Effetá (Ábrete)


En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.

El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo:

-Effetá (esto es, "ábrete").

Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.

El les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían:

-Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

REFLEXIÓN: (De la homilía del Papa Benedicto XVI del Domingo 10 de septiembre de 2006)

Jesús se dedica a los que sufren, a los marginados de la sociedad. Los cura y, abriéndoles así la posibilidad de vivir y decidir juntamente con los demás, los introduce en la igualdad y en la fraternidad.

Esto, como es obvio, nos atañe también a todos nosotros:  Jesús nos señala a todos la dirección de nuestro obrar, nos dice cómo debemos actuar. Sin embargo, todo el episodio presenta también otra dimensión, que los Padres de la Iglesia pusieron de relieve con insistencia y que también nos concierne de modo especial a nosotros hoy. Los Padres hablan de los hombres y para los hombres de su tiempo. Pero lo que dicen nos atañe de modo nuevo también a los hombres modernos.

No sólo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. Nosotros, simplemente, ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan nuestros oídos. Lo que se dice de él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos también nuestra capacidad de hablar con él o a él. Sin embargo, de este modo nos falta una percepción decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el peligro de atrofiarse. Al faltar esa percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la realidad en general. El horizonte de nuestra vida se reduce de modo preocupante.

El evangelio nos narra que Jesús metió sus dedos en los oídos del sordomudo, puso un poco de su saliva en la lengua del enfermo y dijo: "Effetá", "Ábrete". El evangelista nos conservó la palabra aramea original que pronunció Jesús en esa ocasión, remontándonos así directamente a ese momento. Lo que allí se nos relata es algo excepcional y, sin embargo, no pertenece a un pasado lejano: eso mismo lo realiza Jesús a menudo, de modo nuevo, también hoy.

En nuestro bautismo él realizó sobre nosotros ese gesto de tocar y dijo: "Effetá", "Ábrete", para hacernos capaces de escuchar a Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a él. Pero este acontecimiento, el sacramento del bautismo, no tiene nada de mágico. El bautismo abre un camino. Nos introduce en la comunidad de los que son capaces de escuchar y de hablar; nos introduce en la comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido hablar de él. Mediante la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su escuchar al Padre y hablar con él. El camino de los bautizados debe ser un proceso de desarrollo progresivo, en el que crecemos en la vida de comunión con Dios, adquiriendo así también una mirada diversa sobre el hombre y sobre la creación.

El evangelio nos invita a caer en la cuenta de que tenemos un defecto en nuestra capacidad de percepción, una carencia que al principio no reconocemos como tal, porque precisamente todo lo demás se nos impone con su urgencia y racionalidad; porque, aunque ya no tengamos oídos para escuchar a Dios ni ojos para verlo, aunque vivamos sin él, aparentemente todo se desarrolla de un modo normal. Pero, ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo normal cuando Dios falta en nuestra vida y en nuestro mundo?

El mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿Qué Dios necesitamos? En  la primera lectura, el profeta se dirige a un pueblo oprimido, diciendo: "Llegará la venganza de Dios" (Is 35, 4). Nosotros podemos fácilmente intuir cómo se imaginaba la gente esa venganza. Pero el profeta mismo revela luego en qué consiste: en la bondad de Dios, que vendrá a sanarlos. Y la explicación definitiva de las palabras del profeta la encontramos en Aquel que murió por nosotros en la cruz: en Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que aquí nos contempla con tanta insistencia. Su "venganza" es la cruz: el "no" a la violencia, el "amor hasta el extremo".

Este es el Dios que necesitamos. No faltamos al respeto a las demás religiones y culturas, no faltamos al respeto a su fe, si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su misericordia como límite y superación. A él dirigimos nuestra súplica, para que esté en medio de nosotros y nos ayude a ser sus testigos creíbles. Amén.

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