En aquel tiempo, fue Jesús a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
-¿De donde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? Y esos milagros de sus manos?¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanos no viven con nosotros aquí? Y desconfiaban de él.
Jesús les decía:
-No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
REFLEXIÓN (de la homilía del P. Raniero Cantalamessa):
Cuando ya se había hecho popular y famoso por sus milagros y su enseñanza, Jesús volvió un día a su lugar de origen, Nazaret, y como de costumbre se puso a enseñar en la sinagoga. Pero esta vez no suscitó ningún entusiasmo, ningún ¡hosanna!. Más que escuchar cuanto decía y juzgarle según ello, la gente se puso a hacer consideraciones ajenas: «¿De dónde ha sacado esta sabiduría? No ha estudiado; le conocemos bien; es el carpintero, ¡el hijo de María!». «Y se escandalizaban de Él», o sea, encontraban un obstáculo para creerle en el hecho de que le conocían bien.
Jesús comentó amargamente: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio». Esta frase se ha convertido en proverbial en la forma abreviada: Nemo propheta in patria, nadie es profeta en su tierra. Pero esto es sólo una curiosidad. El pasaje evangélico nos lanza también una advertencia implícita que podemos resumir así: ¡atentos a no cometer el mismo error que cometieron los nazarenos! En cierto sentido, Jesús vuelve a su patria cada vez que su Evangelio es anunciado en los países que fueron, en un tiempo, la cuna del cristianismo.
Nuestra Italia, y en general Europa, son, para el cristianismo, lo que era Nazaret para Jesús: «el lugar donde fue criado» (el cristianismo nació en Asia, pero creció en Europa, ¡un poco como Jesús había nacido en Belén, pero fue criado en Nazaret!). Hoy corren el mismo riesgo que los nazarenos: no reconocer a Jesús. La carta constitucional de la nueva Europa unida no es el único lugar del que Él es actualmente «expulsado».
El episodio del Evangelio nos enseña algo importante. Jesús nos deja libres; propone, no impone sus dones. Aquel día, ante el rechazo de sus paisanos, Jesús no se abandonó a amenazas e invectivas. No dijo, indignado, como se cuenta que hizo Publio Escipión, el africano, dejando Roma: «Ingrata patria, ¡no tendrás mis huesos!». Sencillamente se marchó a otro lugar. Una vez no fue recibido en cierto pueblo; los discípulos indignados le propusieron hacer bajar fuego del cielo, pero Jesús se volvió y les reprendió (Lc 9, 54).
Así actúa también hoy. «Dios es tímido». Tiene mucho más respeto de nuestra libertad que la que tenemos nosotros mismos, los unos de la de los otros. Esto crea una gran responsabilidad. San Agustín decía: «Tengo miedo de Jesús que pasa» (Timeo Jesum transeuntem). Podría, en efecto, pasar sin que me percate, pasar sin que yo esté dispuesto a acogerle.
Su paso es siempre un paso de gracia. Marcos dice sintéticamente que, habiendo llegado a Nazaret en sábado, Jesús «se puso a enseñar en la sinagoga». Pero el Evangelio de Lucas especifica también qué enseñó y qué dijo aquel sábado. Dijo que había venido «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos; para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lucas 4, 18-19).
Lo que Jesús proclamaba en la sinagoga de Nazaret era, por lo tanto, el primer jubileo cristiano de la historia, el primer gran «año de gracia», del que todos los jubileos y «años santos» son una conmemoración.
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