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El número prescrito no limita, sino que dilata el perdón

(De los sermones de san Pedro Crisólogo, obispo)

Lo mismo que el oro se esconde en la tierra, así el sentido divino se oculta en las palabras humanas. Por eso, siempre que se nos proclama la palabra evangélica, debe la mente ponerse alerta y el ánimo prestar atención, para que el entendimiento pueda penetrar el secreto de la ciencia celeste. Digamos por qué el Señor comienza hoy con estas palabras: Tened cuidado. Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo. ¡Animo, hermano! Te lo manda Dios: perdona, perdona los pecados; sé misericordioso ante el delito, perdona los agravios de que has sido objeto, no pierdas ahora los poderes divinos que tienes; todo lo que tú no perdonares en otro, te lo niegas a ti mismo en otro.

Repréndelo como juez, perdónalo como hermano, pues unida la caridad a la libertad y la libertad fusionada con la caridad expele el terror y anima al hermano: cuando el hermano te hiere está febricitante, cuando delinque está enfurecido, está fuera de sí, ha perdido todo sentimiento de humanidad: quien no acude en su ayuda por la compasión, quien no le cura mediante la paciencia, quien no le sana perdonándolo, no está sano, está malo, enfermo, no tiene entrañas, demuestra haber perdido los sentimientos humanitarios. El hermano está furioso, achácalo a enfermedad: tú ayúdalo como a hermano; todo lo que haga en semejante situación ponlo en el haber de la fiebre, y lo ocurrido no podrás imputarlo al hermano; y tú prudentemente echarás a la enfermedad la culpa y al hermano, el perdón; de esta suerte, su salud redundará en honor tuyo y el perdón te acarreará el premio.

Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo. Perdona al que peca, perdona al que se arrepiente, para que cuando a tu vez pecares, el perdón se te conceda como compensación, no como donación. Siempre es bueno el perdón, pero cuando es debido, resulta doblemente dulce. Aquel que, perdonando, se ha asegura-do ya el perdón antes de pecar, ha evitado el castigo, ha prevenido al juez en su favor, ha eludido el juicio.

Si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ¡lo siento , lo perdonarás. ¿Por qué constriñe con la ley, reduce en el número y pone un límite a un perdón al que tanto nos apremia por la misericordia y que tan fácilmente concede por la gracia? ¿Y si en lugar de siete te ofende ocho veces? ¿Va a prevalecer el número sobre la gracia?, ¿puede contraponerse el cálculo a la bondad?, ¿puede una sola culpa condenar al castigo a quien siete veces consecutivas ha obtenido ya el perdón? De ninguna manera. Si se proclama dichoso al que perdonó siete veces, mucho más dichoso será el que perdona setenta veces siete.

Olvidado de este mandato, Pedro interroga al Señor diciendo: Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por tanto, el número prescrito no limita, sino que dilata el perdón, y a lo que el precepto pone un límite, lo asume ilimitadamente la libre voluntad; de suerte que si perdona-res hasta el límite de lo que manda el precepto, otro tanto se te computará a obediencia, se te computará a premio. Y si el número siete septuplicado por días, meses y años implica la concesión de la totalidad del perdón, calcule el cristiano y juzgue el oyente qué cotas no alcanzará el número siete septuplicado setenta veces siete. Entonces cesará realmente toda forma contractual de débitos y créditos, entonces se abolirá de verdad cualquier condición servil, entonces llegará aquella libertad sin fin, entonces será recuperado el campo eterno e inmortal, entonces llegará el verdadero perdón, cuando será incluso abolida la misma necesidad de pecar, cuando, cancelada toda inmundicia, el mundo dejará de ser inmundo, cuando con el retorno de la vida dejará de existir la muerte, cuando, establecido el reinado de Cristo, el diablo perecerá definitivamente.

Orad, hermanos, para que el Señor aumente en nosotros la fe y podamos finalmente creer, ver y poseer todos estos bienes.

Del cielo vino el Pastor para reconducir las ovejas descarriadas a los pastos de la vida

(Sermón de San Pedro Crisólogo, obispo)

Que el regreso del pastor fue bueno, cuando Cristo vino a la tierra, él mismo acaba de proclamarlo hoy: Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas. De aquí que el mismo maestro va buscando por toda la tierra compañeros y colaboradores, diciendo: Aclamad al Señor, tierra entera; de aquí que confíe a Pedro sus ovejas para que las pastoree en su nombre y tome el relevo al subir él al cielo. Pedro –dice–, ¿me amas? Pastorea mis ovejas. Y para no turbar con un comportamiento autoritario los frágiles comienzos de un retorno, sino sostenerlo a base de comprensión, repite: Pedro, ¿me amas? Apacienta mis corderos. Encomienda las ovejas, encomienda el fruto de las ovejas, porque el pastor conocía ya de antemano la futura fecundidad de su rebaño. Pedro, ¿me amas? Apacienta mis corderos. A estos corderos, Pablo, colega del pastor Pedro, les ofrecía como alimento espiritual las ubres llenas de leche, cuando decía: Os alimenté con leche, no con comida. Esto es lo que sentía el santo rey David, y por eso exclamaba como con piadoso balido: El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas.

A quien retorna a los pastos de la paz evangélica después de tantos gemidos de guerras, después de una triste vida de sangre, el siguiente versículo anuncia la alegría a quienes yacen en la servidumbre. El hombre era siervo del pecado, gemía 'cautivo de la muerte, sufría las cadenas de sus vicios. ¿Cuándo el hombre no estuvo triste bajo el pecado? ¿Cuándo no gimió atenazado por la muerte? ¿Cuándo no desesperó bajo la tiranía de los vicios? Por esta razón, lanzaba el hombre desesperados gemidos, cuando no le quedaba otro remedio que soportar tales y tan crueles señores. Con razón, pues, el profeta al vernos liberados de tales señores y convertidos al servicio del Creador, a la gracia del Padre y a la libre servidumbre del único Señor bueno, exclama: Servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. Porque los que la culpabilidad había arrojado y la conciencia había expulsado, a éstos la gracia los reconduce y la inocencia los reintroduce.

Nosotros somos su pueblo y ovejas de su rebaño. Quedó ya demostrado con la autoridad de un proverbio, que del cielo se esperaba un pastor que, con gran júbilo, recondujera a los pastos de la vida a las ovejas descarriadas y desahuciadas a causa de un alimento letal. Entrad —dice– por sus puertas con acción de gracias. Únicamente la acción de gracias nos hace entrar por las puertas de la fe: por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre. Nombre por el que hemos sido salvados, nombre ante el cual dobla la rodilla el cielo, la tierra y el abismo, y por el que toda criatura ama al Señor Dios. El Señor es bueno. ¿Por qué es bueno? porque su misericordia es eterna. En verdad es bueno por su misericordia. En virtud únicamente de su misericordia se dignó revocar la amarguísima sentencia que pesaba sobre todo el mundo. Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

La oración llama, el ayuno intercede, la misericordia recibe

(De los sermones de san Pedro Crisólogo)

Tres son, hermanos, los resortes que hacen que la fe se mantenga firme, la devoción sea constante, y la virtud permanente. Estos tres resortes son: la oración, el ayuno y la misericordia. Porque la oración llama, el ayuno intercede, la misericordia recibe. Oración, misericordia y ayuno constituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente.

El ayuno, en efecto, es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Que nadie trate de dividirlos, pues no pueden separarse. Quien posee uno solo de los tres, si al mismo tiempo no posee los otros, no posee ninguno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le suplica.

Que el que ayuna entienda bien lo que es el ayuno; que preste atención al hambriento quien quiere que Dios preste atención a su hambre; que se compadezca quien espera misericordia; que tenga piedad quien la busca; que responda quien desea que Dios le responda a él. Es un indigno suplicante quien pide para sí lo que niega a otro.

Díctate a ti mismo la norma de la misericordia, de acuerdo con la manera, la cantidad y la rapidez con que quieres que tengan misericordia contigo. Compadécete tan pronto como quisieras que los otros se compadezcan de ti.

En consecuencia, la oración, la misericordia y el ayuno deben ser como un único intercesor en favor nuestro ante Dios, una única llamada, una única y triple petición.

Recobremos con ayunos lo que perdimos por el desprecio; inmolemos nuestras almas con ayunos, porque no hay nada mejor que podamos ofrecer a Dios, de acuerdo con lo que el profeta dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. Hombre, ofrece a Dios tu alma, y ofrece la oblación del ayuno, para que sea una hostia pura, un sacrificio santo, una víctima viviente, provechosa para ti y acepta a Dios. Quien no dé esto a Dios no tendrá excusa, porque no hay nadie que no se posea a sí mismo para darse.

Mas, para que estas ofrendas sean aceptadas, tiene que venir después la misericordia; el ayuno no germina si la misericordia no lo riega, el ayuno se torna infructuoso si la misericordia no lo fecundiza: lo que es la lluvia para la tierra, eso mismo es la misericordia para el ayuno. Por más que perfeccione su corazón, purifique su carne, desarraigue los vicios y siembre las virtudes, como no produzca caudales de misericordia, el que ayuna no cosechará fruto alguno.

Tú que ayunas, piensa que tu campo queda en ayunas si ayuna tu misericordia; lo que siembras en misericordia, eso mismo rebosará en tu granero. Para que no pierdas a fuerza de guardar, recoge a fuerza de repartir; al dar al pobre, te haces limosna a ti mismo: porque lo que dejes de dar a otro no lo tendrás tampoco para ti.

El amor desea ver a Dios

(Sermón de San Pedro Crisólogo, obispo)

Al ver Dios que el temor arruinaba el mundo, trató inmediatamente de volverlo a llamar con amor, de invitarlo con su gracia, de sostenerlo con su caridad, de vinculárselo con su afecto.

Por eso purificó la tierra, afincada en el mal, con un diluvio vengador, y llamó a Noé padre de la nueva generación, persuadiéndolo con suaves palabras, ofreciéndole una confianza familiar, al mismo tiempo que lo instruía piadosamente sobre el presente y lo consolaba con su gracia, respecto al futuro. Y no le dio ya órdenes, sino que con el esfuerzo de su colaboración encerró en el arca las criaturas de todo el mundo, de manera que el amor que surgía de esta colaboración acabase con el temor de la servidumbre, y se conservara con el amor común lo que se había salvado con el común esfuerzo.

Por eso también llamó a Abrahán de entre los gentiles, engrandeció su nombre, lo hizo padre de la fe, lo acompañó en el camino, lo protegió entre los extraños, le otorgó riquezas, lo honró con triunfos, se le obligó con promesas, lo libró de injurias, se hizo su huésped bondadoso, lo glorificó con una descendencia de la que ya desesperaba; todo ello para que, rebosante de tantos bienes, seducido por tamaña dulzura de la caridad divina, aprendiera a amar a Dios y no a temerlo, a venerarlo con amor y no con temor.

Por eso también consoló en sueños a Jacob en su huida, y a su regreso lo incitó a combatir y lo retuvo con el abrazo del luchador; para que amase al padre de aquel combate, y no lo temiese.

Y asimismo interpeló a Moisés en su lengua vernácula, le habló con paterna caridad y le invitó a ser el liberador de su pueblo.

Pero así que la llama del amor divino prendió en los corazones humanos y toda la ebriedad del amor de Dios se derramó sobre los humanos sentidos, satisfecho de espíritu por todo lo que hemos recordado, los hombres comenzaron a querer contemplar a Dios con sus ojos carnales.

Pero la angosta mirada humana ¿cómo iba a poder abarcar a Dios, al que no abarca todo el mundo creado? La exigencia del amor no atiende a lo que va a ser, o a lo que debe o puede ser. El amor ignora el juicio, carece de razón, no conoce la medida. El amor no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la dificultad.

El amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado; va a donde se siente arrastrado, no a donde debe ir.

El amor engendra el deseo, se crece con el ardor y, por el ardor, tiende a lo inalcanzable. ¿Y qué más?

El amor no puede quedarse sin ver lo que ama: por eso los santos tuvieron en poco todos sus merecimientos, si no iban a poder ver a Dios.

Y por esto mismo, el amor que anhela ver a Dios, aunque carezca de juicio, lo que sí tiene es un afán de piedad.

Moisés se atreve por ello a decir: Si he obtenido tu favor enséñame tu gloria.

Y otro dice también: Déjame ver tu figura. Incluso los mismos gentiles modelaron sus ídolos para poder contemplar con sus propios ojos lo que veneraban en medio de sus errores.