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Una voz grita en el desierto

(Comentario de Eusebio de Cesarea, obispo)

Una voz grita en el desierto: «Preparad un camino al Señor, allanad una calzada para nuestro Dios». El profeta declara abiertamente que su vaticinio no ha de realizarse en Jerusalén, sino en el desierto; a saber, que se manifestará la gloria del Señor, y la salvación de Dios llegará a conocimiento de todos los hombres.

Y todo esto, de acuerdo con la historia y a la letra, se cumplió precisamente cuando Juan Bautista predicó el advenimiento salvador de Dios en el desierto del Jordán, donde la salvación de Dios se dejó ver. Pues Cristo y su gloria se pusieron de manifiesto para todos cuando, una vez bautizado, se abrieron los cielos y el Espíritu Santo descendió en forma de paloma y se posó sobre él, mientras se oía la voz del Padre que daba testimonio de su Hijo: Éste es mi Hijo, el amado; escuchadlo.

Todo esto se decía porque Dios había de presentarse en el desierto, impracticable e inaccesible desde siempre. Se trataba, en efecto, de todas las gentes privadas del conocimiento de Dios, con las que no pudieron entrar en contacto los justos de Dios y los profetas.

Por este motivo, aquella voz manda preparar un camino para la Palabra de Dios, así como allanar sus obstáculos y asperezas, para que cuando venga nuestro Dios pueda caminar sin dificultad. Preparad un camino al Señor: se trata de la predicación evangélica y de la nueva consolación, con el deseo de que la salvación de Dios llegue a conocimiento de todos los hombres.

Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén. Estas expresiones de los antiguos profetas encajan muy bien y se refieren con oportunidad a los evangelistas: ellas anuncian el advenimiento de Dios a los hombres, después de haberse hablado de la voz que grita en el desierto. Pues a la profecía de Juan Bautista sigue coherentemente la mención de los evangelistas.

¿Cuál es esta Sión sino aquella misma que antes se llamaba Jerusalén? Y ella misma era aquel monte al que la Escritura se refiere cuando dice: El monte Sión donde pusiste tu morada; y el Apóstol: Os habéis acercado al monte Sión. ¿Acaso de esta forma se estará aludiendo al coro apostólico, escogido de entre el primitivo pueblo de la circuncisión?

Y esta Sión y Jerusalén es la que recibió la salvación de Dios, la misma que a su vez se yergue sublime sobre el monte de Dios, es decir, sobre su Verbo unigénito: a la cual Dios manda que, una vez ascendida la sublime cumbre, anuncie la palabra de salvación. ¿Y quién es el que evangeliza sino el coro apostólico? ¿Y qué es evangelizar? Predicar a todos los hombres, y en primer lugar a las ciudades de Judá, que Cristo ha venido a la tierra.

Con razón en estos días desbordamos de gozo, como si ya estuviéramos con el Esposo

(Texto de Eusebio de Cesarea, obispo)

Éstas son las nuevas enseñanzas, antiguamente envueltas en símbolos, pero sacadas recientemente a plena luz. Y también nosotros inauguramos cada año esta solemnidad con unos períodos cíclicos de preparación. Así, antes de la fiesta y como preparación para la misma, nos ejercitamos en las prácticas cuaresmales, a imitación de los santos Moisés y Elías, iterando luego la fiesta misma año tras año. Emprendido de este modo el camino hacia Dios, nos ceñimos cuidadosamente la cintura con el ceñidor de la templanza y, protegiendo cautamente los pasos de nuestra alma, iniciamos –bien calzados– la carrera de nuestra vocación celestial; y usando la vara de la palabra divina y no tan sólo el poder intercesor de la oración para repeler a los enemigos, con toda alegría y decisión nos aventuramos por la senda que nos lleva al cielo, haciéndonos pasar de las cosas de esta tierra a las celestiales, de la vida mortal a la inmortalidad.

De esta forma, realizado felizmente este «paso», nos espera otra solemnidad aún mayor –solemnidad que los hebreos llaman Pentecostés– y que es imagen del reino de los cielos. Dice, en efecto, Moisés: A partir del día en que metas la hoz en la mies, contarás siete semanas y de la nueva cosecha presentarás al Señor panes nuevos. Con esta figura profética se simbolizaba: por la mies, la vocación de los gentiles, y por los panes nuevos, las almas ofrecidas a Dios por los méritos de Cristo, así como las Iglesias integradas por paganos, por cuyo motivo se organizan los máximos festejos ante el acatamiento de Dios, rico en misericordia. Pues recolectados por las racionales hoces de los apóstoles, congregadas todas las Iglesias de la tierra como gavillas en la era, formando un solo cuerpo por el concorde sentir de la fe, sazonados con la sal de las doctrinas y mandatos divinos, regenerados por el agua y el fuego del Espíritu Santo, somos ofrecidos por Cristo como panes festivos, apetitosos y gratos a Dios.

Así pues, confrontados los proféticos símbolos de Moisés con la autenticidad de una realidad de más santos efectos, hemos aprendido a celebrar una solemnidad más gozosa que la que se nos transmitió, cual si ya estuviéramos reunidos con nuestro Salvador, como si gozáramos ya de su reino. Por ese motivo, durante estas fiestas no se nos permite ninguna práctica ascética, sino que se nos estimula a presentar la imagen del descanso que esperamos disfrutar en el cielo. Por cuya razón ni nos arrodillamos en la oración ni nos afligimos con el ayuno. Pues a quienes fue concedida la gracia de resucitar en Dios, no parece oportuno que sigan postrándose en tierra; ni que los que han sido liberados de las pasiones, sufran lo mismo que quienes todavía son esclavos de sus apetitos.

Por eso, tras la Pascua y al término de siete íntegras semanas, celebramos la fiesta de Pentecostés; de la misma manera que, previamente a la fiesta de Pascua y durante un período de seis semanas, aguantamos varonilmente las prácticas cuaresmales. Pues el número seis es, por así decirlo, un número que se traduce en actividad y eficacia. Por esta razón se dice que Dios creó en seis días todas las cosas. Con razón, pues, a las fatigas que supusieron la preparación de la primera solemnidad les siguen las siete semanas preparatorias de la segunda solemnidad, en que se nos concede un largo período de descanso, simbolizado por el número siete.

Considerando, pues, los santos días de Pentecostés como una imagen del futuro descanso, no sin razón nuestras almas desbordan de gozo, e incluso condescendemos con nuestro cuerpo, concediéndole un respiro, como si ya estuviéramos con el Esposo. Por lo cual no nos está permitido ayunar.