La presentación de la esperada Luz


Podríamos decir que el Tiempo de Navidad nos ha presentado tres epifanías: el día de Navidad, además de María y José, han contemplado la llegada del niño Dios unos humildes pastores, símbolo de los humildes y sencillos del pueblo de Israel, a quienes los ángeles le han anunciado lo que recién acababa de acontecer en el portal de Belén; luego unos magos de oriente, símbolo de los pueblos paganos del mundo, han podido ver, fruto de su perseverante búsqueda, al recién nacido yaciendo en el pesebre; y finalizamos ese Tiempo Litúrgico con una epifanía Trinitaria en el Jordán cuando Jesús es bautizado por Juan el Bautista.

A poco de haber entrado el Tiempo Ordinario tenemos otra manifestación (que es el significado del término epifanía); ahora a la religiosidad del pueblo de Israel: es la Presentación del Señor en el Templo.

Este episodio acontece a los cuarenta días del nacimiento de Jesús, cumpliendo una indicación veterotestamentaria para la presentación de los primogénitos.

Es una festividad dual; se refiere, además del inmenso acontecimiento relacionado con el niño Dios, al cual nos referiremos principalmente, también a la purificación postparto de María, quien por ser cumplidora y por su indiscutible humildad se somete a un ritual innecesario para quien fue fecundada virginalmente por el Espíritu Santo y dio a la luz  a su Hijo del mismo modo.

En efecto, es una epifanía donde es presentado el Señor en la sede religiosa judía en una ceremonia donde las ofrendas materiales que se entregan como sacrificio son humildes: dos pichones. La gran luz profetizada al pueblo de Israel ha llegado como un sencillo bebé. Algo más de tres décadas después Él se entregará a sí mismo en ofrenda de sacrificio luminoso y salvífico por toda la humanidad de todos los tiempos. ¡Que contraste respecto a la primera ofrenda!

Cabe resaltar que no obstante ser éste un episodio ritual, los oficiantes litúrgicos del mismo no adquieren principalía; a quienes resalta el texto del capítulo 2 del Evangelio según san Lucas en los versículos 22 al 40, además del divino trío de Jesús, María y José, son unos humildes personajes practicantes de la fe en el único Dios.

Porque esa Luz que entraba en el Templo, tenue e inapreciable para muchos en ese entonces, puede ser distinguida por dos devotos cumplidores de la religiosidad y de edad avanzada: Simeón, hombre honrado y piadoso cuya vejez presumimos al leer sus palabras de despedida conforme al haber visto al Señor "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz", y Ana, una anciana de 84 años de perenne asiduidad en el Templo.

Ambos son símbolo de las personas que con devoción mantienen su fe esperanzada. Ellos logran ver la luz que los demás en el Templo no consiguieron ver; y no se limitan tan sólo a verla sino que la anuncian a los demás. Simeón con su cántico profético "...mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel"; Ana, que "no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones", por su parte, "...daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel".

Hoy podemos hacer que se hagan actuales, en nosotros, las palabras del Salmo que anuncian que va a entrar el Rey de la Gloria. ¡Abramos los portones, alcemos los dinteles!, porque el Señor, Jesús de Nazaret, el anunciado Cristo, es el Señor, el Rey de la gloria. ¡Permitamos que entre en la vida de cada uno de nosotros!

Porque aquellos que mediante su fe son hoy capaces de apreciar la luz de Cristo presente en cada detalle de su vida y se atreven a darle gloria anunciando a viva voz y con su modo de vivir al Señor sin temor, esa luz les brilla con intensidad permanentemente sin importar las adversidades y vendavales que la intenten apagar. Esos son los esperanzados, los valientes Simeón y Ana de la actualidad; ¡a los que son como ellos, esa luz siempre les iluminará!

Nos ayude Dios con su Santo Espíritu a actuar siempre como ellos y a convertirnos en testigos, en espejos que reflejen la gran luz de Jesucristo que hemos recibido como bautizados que somos, para así nosotros poder ayudar a iluminar las tinieblas de nuestro tiempo. Amén.