(Texto del beato Pedro el Venerable)
El sacrificio del mundo cristiano no es múltiple sino simple, no muchos sino uno; porque así como en todo el mundo no existe más que un solo pueblo cristiano que lo ofrece, y un único Dios a quien se ofrece, y una fe con la cual se ofrece, así también uno mismo es el sacrificio que se ofrece. La pluralidad de las víctimas judaicas ha cedido el puesto a la unidad de la víctima cristiana, pues, al no poder transformar con su multiplicidad al que practica el culto, Dios proporcionó una víctima capaz de purificar, santificar y perfeccionar a los oferentes con su misma simplicidad.
El buey, el ternero, el carnero, el cordero, la cabra y el macho cabrío llenan con su carne y su sangre los altares de los judíos; sobre el altar de los cristianos sólo se coloca el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Escuchad no a mí, sino al Apóstol de Dios. Dice: Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Esto es: la Pascua de los judíos es la inmolación del cordero; en cambio, nuestra Pascua es la inmolación de Cristo. Ved por qué Cristo es ese único sacrificio de los cristianos. Este sacrificio se reservaba para la era cristiana. Se reservaba, digo, para el tiempo de la gracia, y no hubiera sido justo darlo en el tiempo de la ira. El judío tuvo el toro; el cristiano tiene a Cristo, cuyo sacrificio es tanto más excelente que el de las víctimas judías cuanto Cristo es superior al toro.
Dios, que es la bondad esencial, se compadeció del hombre caído y decidió salvarlo. Pero no queriendo ni pudiendo hacerlo al margen de la justicia, mientras deliberaba en su eterno consejo sobre la manera de usar de misericordia con la miserable humanidad, sin lesionar la justicia, llegó a la conclusión de que éste era el mejor remedio, tanto para salir por los fueros de la justicia, como para salvar al hombre, acrecentar la gracia y glorificar a Dios.
Envió, pues, al Hijo de Dios a los hijos de los hombres, para que revistiéndose de la naturaleza humana y poniendo remedio en su carne a los vicios humanos, asumiera sobre sí, no el pecado, sino la pena del pecado, es decir, la muerte corporal, anulando de esta forma con su única muerte la doble muerte del hombre, y con su muerte temporal, la muerte eterna del hombre. En cuya economía, la misericordia podía dar rienda suelta a la compasión, sin detrimento de la justicia, pues a cambio del eterno suplicio del hombre se le ofrece el suplicio temporal del hombre-Dios, y la eterna muerte del hombre es suplantada por la muerte temporal del Dios-hombre. Esta es de tanto peso en la balanza de la justicia, que a la hora de aplicar un tratamiento justo a los pecados del mundo, la muerte temporal del Hijo de Dios es de mucho mayor peso que la eterna de los hijos de los hombres.
Con la muerte de Cristo la justicia ha recibido una satisfacción ciertamente mayor de cuanto pudiera recibirla con la condena del hombre. Así pues, la justicia recibe lo que es suyo, puesto que el Hijo de Dios ha muerto por los pecados de los hombres. De esta suerte, la justicia que durante siglos había constituido un obstáculo para la salvación del hombre, ha dejado, finalmente, paso franco a la misericordia; y la misericordia y la fidelidad, que durante milenios anduvieron por caminos distintos, se encontraron en el camino, que es Cristo; y la justicia y la paz, que durante la condena del hombre habían sido como contrarias entre sí, ahora, ya salvado el hombre, se besan. Este es nuestro sacrificio, éste es el holocausto de la ley evangélica, del nuevo Testamento, del nuevo pueblo, holocausto que entonces fue ofrecido una sola vez sobre la cruz por el Hijo de Dios e Hijo del hombre, y que siempre ha de ser ofrecido sobre el altar por su mismo pueblo, como él nos lo ha mandado y establecido. Pues no es otro el sacrificio inmolado entonces y el que ahora se ofrece, sino, como está escrito: Cristo se ha ofrecido una sola vez . Y este sacrificio lo ha legado a su Iglesia para que lo ofrezca siempre.