Bien vivir para un buen morir

(De "El arte del bien morir", por san Roberto Belarminio)

El primero y más universal precepto para morir bien, es vivir bien, y que no hay medio más eficaz para tener buena muerte que haber tenido buena vida. Porque como la muerte no es otra cosa sino el fin y remate de la vida, aquel tiene buen fin, que vive bien hasta el fin; ni puede morir mal el que nunca vivió mal, como ni muere bien el que siempre vivió mal desde el principio hasta el fin; porque regularmente hablando, siempre corresponde el fin a los principios como el árbol a su raíz.

Prueba esto la experiencia en todas las cosas humanas que vemos y tocamos; porque si uno va camino, y no yerra en su viaje, sino que sigue la senda siempre derecha, llega con felicidad al lugar que pretende; pero si se aparta del camino a una y otra parte, sin orden ni concierto, vemos que no acierta en el fin, ni llega al lugar donde desea. Y el que cursa las escuelas con deseo de aprender, si prosigue con codicia, sin divertirse a otras cosas, en breve tiempo sale escogido estudiante, docto y doctor en las ciencias; pero si afloja en el estudio, divirtiéndose en otras cosas, aunque más curse en las aulas, no sale con la sabiduría, y se halla en él fin tan ignorante como en el principio. Lo mismo pasa en otras artes, y en cualquier cosa qué uno pretenda alcanzar, y también en este celestial arte de bien morir, el cual se ha de aprender, no en la muerte, sino en vida, no en la enfermedad, sino en el tiempo de la salud, viviendo bien, y haciendo tales obras, que nos den buena muerte; porque según fuere el camino será el fin, y conforme a la raíz el árbol, y el fruto que cogeremos en el agosto de la muerte: porque es verdad infalible que cada uno cogerá lo que sembrare y como dice San Pablo, el que sembrare buenas obras, cogerá buena muerte y vida eterna, y el que malas, mala y condenación para siempre.

Pero como los pecadores siempre buscan solución a las razones que convencen su mala vida, no faltara alguno que replique a lo dicho, que no es del todo verdad, pues él buen ladrón vivió siempre mal, y acabó bien, y así no siempre corresponde el final al principio, ni la muerte a la vida. Pero engañase en lo que dice, porque aquel santo ladrón, aunque la mayor parte de la vida vivió mal, el último tercio de ella vivió bien, recuperando con buenas y santas obras lo que había perdido en la vida pasada, y fue uno de los obreros que vinieron tarde a la viña del Señor, y en pocas horas trabajó con tanto fervor, que mereció el premio de los que vinieron al principio, y alcanzó felicísimo fin. Y si lo quieres ver, pon los ojos en las virtudes que ejercitó, según las refieren los sagrados evangelistas. Porque en primer lugar tuvo ardentísimo amor a Cristo, y no menor a sus prójimos, y mostró el uno y el otro defendiendo al Redentor de las calumnias de sus enemigos, haciéndose predicador de su inocencia, y levantando hasta el cielo su santidad; y por los mismos filos reprendiendo a su compañero las blasfemias que decía contra Cristo, y exhortándole desde su cruz a creer en El, a tener dolor de sus pecados, y convertirse y enmendarse en lo que le quedaba de vida, como lo testifica San Lucas en las siguientes palabras que le decía (23, 40-41): ¿Ni tú tampoco temes a Dios, que padeces la misma sentencia, y estas pendiente en su compañía en la cruz? Nosotros llevamos el merecido de nuestras culpas, pero este no ha hecho cosa mala. Adonde reprende a su prójimo, y le exhorta al temor de Dios, confiesa de plano sus pecados con profundísima humildad, y se hace lenguas en alabanza del Redentor. Ni paró aquí la ostentación de sus virtudes, sino que abrasado del amor de Dios y de los bienes celestiales, y lleno de fe y confianza, suplicó al Salvador que se acordase del cuando estuviese en su reino, confesándole por Dios, y mostrando el deseo que tenía de unirse con Él.

Todo esto hizo viviendo en el último tercio de la vida, y lo demás que callan los Evangelistas, porque sepas que vivió bien el último tercio de su vida, a que correspondió tan buena muerte. Luego buena y cierta regla es la que arriba te hemos dado: que quien bien vive, bien muere; y quien mal vive, mal muere. Y cuando no fuera así, sino que hubiera vivido siempre mal, ¿qué ley hay para que sigas el ejemplo de uno entre mil, y no el de mil respecto de uno? De mil que viven mal apenas muere uno bien, luego cierta regla es que cada uno muere como vive, y que conforme fuere su vida será su muerte.

Ni se puede negar que es peligrosísima cosa vivir siempre mal, y dilatar la conversión y penitencia para la última hora en que se remata la vida. Acción sumamente difícil, y aunque no la juzgo por imposible, porque para Dios ninguna cosa lo es, pero es cosa rarísima, y como un milagro en la tierra. Grande cosa es llevar el hombre el yugo del Señor desde la mocedad, y acostumbrarse desde luego a la virtud, porque no sentirá dificultad después, y tendrá muy feliz fin. Estos son de los que cantan los ángeles, que son las primicias de Dios y del Cordero, rescatados de los hombres, los que no mancharon su vida con el amor sensual, los que no hablaron mentira, ni se oyó de su boca palabra mala, los que se hallaron sin mancha en el acatamiento de Dios: de cuyo número fueron el santo Profeta Jeremías, el precursor de Cristo, Profeta y más que Profeta, San Juan Bautista, y primero que todos la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra, y otros muchos que Dios sabe, y nosotros no alcanzamos. Quede, pues, asentado este precepto, como el primero y principal para alcanzar este arte de bien morir, que la buena muerte depende de la buena vida, y que la regla de bien morir es la de bien vivir.