(Exposición de Cardenal Camillo Ruini)
La familia, elemento fundamental de la sociedad, está atravesando un período de evolución extraordinariamente veloz. Las relaciones prematrimoniales parecen ya obvias y los divorcios son algo casi normal, muy a menudo como consecuencia de la ruptura de la fidelidad conyugal. Nos alejamos así de la fisionomía tradicional de la familia en los países y en las civilizaciones marcados por el cristianismo. Más aún, en los últimos decenios, al menos en Occidente, hemos entrado en territorios inexplorados: se han abierto camino las ideas de género y los matrimonios homosexuales. A la raíz de todo se encuentra el primado y casi la absolutización de la libertad individual y del sentimiento personal. Por tanto, el vínculo familiar debe plasmarse al gusto personal y ciertamente no debe comprometer, hasta el punto que desaparece o es prácticamente irrelevante. En la misma lógica, este vínculo debe ser accesible a todo tipo de pareja, sobre la base de la reivindicación de una total igualdad que no acepta las diferencias, sobre todo las que remiten a una voluntad exterior, ya sea humana (leyes civiles) ya sea divina (ley natural).
Sigue siendo fuerte y muy extendido, sin embargo, el deseo de tener una familia y, en lo posible, una familia estable: deseo que se traduce en la realidad de tantas familias «normales» y también de numerosas familias auténticamente cristianas. Estas últimas son, ciertamente, una minoría, aunque consistente y muy motivada. La sensación de que la familia propiamente dicha esté desapareciendo es en buena parte, por tanto, fruto de la distancia entre el mundo real y el mundo virtual construido por los medios de comunicación, si bien no debamos olvidar que este mundo virtual influye potentemente sobre los comportamientos reales.
Contemplando la situación en modo sereno y equilibrado, se presentan poco fundados, por lo que respecta a la familia y a su futuro, el pesimismo unilateral y la resignación. Sirve más bien para la pastoral familiar la actitud del Concilio Vaticano II hacia los nuevos tiempos, actitud que podemos resumir en el binomio de acogida y reorientación hacia Cristo salvador. Particularmente, en la Gaudium et spes , nn. 47-52, tenemos un nuevo acercamiento al matrimonio y la familia, mucho más personalista pero sin ruptura con la concepción tradicional. Más adelante, las Catequesis sobre el amor humano de san Juan Pablo II y la Exhortación apostólica Familiaris consortio constituyeron una gran profundización sobre el tema que abrieron perspectivas nuevas y afrontaron muchos de los problemas actuales. Aunque es cierto que estas catequesis no puedan medirse explícitamente con los desarrollos más recientes y radicales, como la teoría del género y el matrimonio entre personas del mismo sexo, sentaron ciertamente las bases para afrontarlos. Indudablemente la práctica pastoral no siempre ha estado a la altura de estas enseñanzas —por otra parte no podrá estarlo del todo—, pero se ha movido en su misma línea con resultados importantes: nuestras jóvenes familias cristianas son también su fruto.
Los sínodos sobre la familia
Ahora, con el papa Francisco, hemos celebrado ya un sínodo acerca de los desafíos pastorales que atañen a la familia en el contexto de la nueva evangelización y nos disponemos a celebrar otro: es una etapa sucesiva en el camino de acogida y reorientación a la que toda la Iglesia está llamada a recorrer con confianza.
La óptica del sínodo es claramente universal y ningún área geográfica o cultural puede pretender que los sínodos se concentren solo sobre los propios problemas. Dicho esto, para Occidente las cuestiones más relevantes parecen ser las más radicales surgidas en los últimos decenios: impulsan a repensar y a volver a motivar, a la luz del Evangelio de la familia, el significado y el valor del matrimonio como alianza de vida entre el hombre y la mujer, orientada al bien de ambos y a la generación y educación de los hijos y dotada de una relevancia también social y pública. Aquí la fe cristiana tiene que mostrar una verdadera creatividad cultural, que los sínodos no pueden producir automáticamente pero pueden estimular, en los creyentes y en quienes se dan cuenta de que está en juego una dimensión humana fundamental.
Divorciados vueltos a casar
Continúan interpelándonos también otras cuestiones que ya han sido afrontadas repetidamente por el Magisterio. Entre ellas, la de los divorciados vueltos a casar. La Familiaris consortio , n. 84, indicó la actitud que debe ser tomada: no abandonar a quienes se encuentran en esta situación, sino, al contrario, atenderles con especial cuidado, esforzándose en poner a su disposición los medios de salvación de la Iglesia. Ayudarles, por tanto, a que no se consideren separados de la Iglesia sino más bien a que participen de la vida de esta. Discernir bien, por otra parte, las diferentes situaciones, especialmente las de los cónyuges abandonados injustamente respecto a las de quienes culpablemente han destruido el propio matrimonio.
La misma Familiaris consortio confirma la praxis de la Iglesia, «fundándose en la Sagrada Escritura [...] de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez» (n. 84). La razón fundamental es que «no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía» ( ibid. ): no se cuestiona, por tanto, una culpa personal sino el estado en el que se encuentra. Por eso, el hombre y la mujer que por serios motivos, como por ejemplo la educación de los hijos, no pueden satisfacer la obligación de la separación, para recibir la absolución sacramental y acercarse a la Eucaristía deben asumir «el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos» ( ibid. ).
Se trata, indudablemente, de un compromiso muy difícil que, de hecho, se verifica en poquísimas parejas, mientras que desgraciadamente son cada vez más numerosos los divorciados que se vuelven a casar. Se están buscando, desde hace tiempo, otras soluciones. Una de ellas, aun manteniendo firme la indisolubilidad del matrimonio rato y consumado, considera que puede permitirse a los divorciados que se vuelven a casar recibir la absolución sacramental y acceder a la Eucaristía, con unas condiciones precisas pero sin tener que abstenerse de los actos propios de los esposos. Se trataría de una segunda tabla de salvación, ofrecida según el criterio de la epikeia para conectar la misericordia a la verdad. Esta solución, sin embargo, no parece factible, principalmente porque implica un ejercicio de la sexualidad extraconyugal, dado que el primer matrimonio, rato y consumado, aún perdura. En otras palabras, el vínculo conyugal originario continuaría existiendo pero en el comportamiento de los fieles y en la vida litúrgica se podría proceder como si no existiese. Estamos, por tanto, frente a una cuestión de coherencia entre la praxis y la doctrina, y no solamente ante un problema de disciplina. Por lo que se refiere a la epikeia y a la aequitas canonica , son criterios muy importantes en el ámbito de las normas humanas y puramente eclesiásticas, pero no pueden ser aplicadas a las normas de derecho divino, sobre las que la Iglesia no tiene ningún poder discrecional.
Esto no significa que se cierre la posibilidad de encontrar una solución. Un camino que parece factible es el de la revisión de los procesos de nulidad matrimonial: se trata, en efecto, de normas de derecho eclesiástico, no divino. Por tanto, debe examinarse la posibilidad de sustituir el proceso judicial por un procedimiento administrativo y pastoral, dirigido esencialmente a clarificar la situación de la pareja ante Dios y ante la Iglesia. Es muy importante, sin embargo, que cualquier cambio de procedimiento no se convierta en un pretexto para conceder de una manera subrepticia lo que en realidad sería un divorcio: una hipocresía de este tipo constituiría un grave daño para toda la Iglesia.
Una cuestión que va más allá de los aspectos procesales es la relación entre la fe de los que se casan y el sacramento del Matrimonio. La Familiaris consortio , n. 68, pone de relieve justamente los motivos que inducen a considerar que quien pide el matrimonio canónico tenga fe, ya sea en un grado débil, y que deba redescubrirse, reforzarse o madurarse. Subraya, además, que ciertos motivos sociales pueden legítimamente influir en la petición de esta forma de matrimonio. Es suficiente, por tanto, que los novios «al menos de manera implícita, acaten lo que la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el matrimonio». Querer establecer criterios adicionales de admisión a la celebración, que se refieran al grado de fe de los contrayentes, comportaría graves riesgos, empezando por el de emitir juicios infundados y discriminatorios.
Sin embargo, por desgracia, actualmente son muchos los bautizados que o no han creído nunca o que no creen ya en Dios. Surge la cuestión de si pueden contraer válidamente un matrimonio sacramental. Sobre este punto, sigue teniendo un valor fundamental la introducción del cardenal Ratzinger al documento Sobre la pastoral de los divorciados vueltos a casar publicado en 1998 por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ratzinger ( Introducción , III, 4) considera que se debe aclarar «si verdaderamente todo matrimonio entre dos bautizados es ipso facto un matrimonio sacramental». El Código de Derecho Canónico lo afirma (can. 1055 §2) pero, como observa Ratzinger, el propio código dice que vale para un contrato matrimonial válido, y en este caso es precisamente la validez la que se cuestiona. Ratzinger añade: «a la esencia del sacramento pertenece la fe; queda por aclarar la cuestión jurídica acerca de qué evidencia de no fe tenga como consecuencia que un sacramento no se realice». Parece por tanto fundado que, si verdaderamente no hay fe, tampoco hay matrimonio sacramental.
En lo referente a la fe implícita, la tradición escolástica, basándose en Hb 11, 6 —«el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan»—, requiere al menos la fe en Dios remunerador y salvador. Me parece, sin embargo, que esta tradición deba ser actualizada a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, según el cual también pueden alcanzar la salvación que requiere la fe «todos los hombres de buena voluntad en cuyos corazones trabaja invisiblemente la gracia», incluidos los que se consideran ateos o quienes no han alcanzado un conocimiento explícito de Dios (cf. Gaudium et spes , 22; Lumen gentium , 16). De todas formas, esta enseñanza del concilio no implica una salvación automática o una exclusión de la necesidad de la fe: pone el acento no en un reconocimiento intelectual abstracto de Dios sino en una adhesión implícita a él como elección fundamental de nuestra vida. A la luz de este criterio, en la situación actual, quizás sea necesario considerar que son más numerosos los bautizados que de hecho no tienen fe y que por tanto no pueden contraer válidamente el matrimonio sacramental.
Parece, por tanto, verdaderamente oportuno y urgente esforzarse en aclarar la cuestión jurídica de esa «evidencia de no fe» que invalidaría los matrimonios sacramentales y que impediría en el futuro a los bautizados no creyentes contraer tal matrimonio. No debemos olvidar, por otra parte, que se abre, de este modo, el camino hacia cambios más profundos y llenos de dificultad, no solo para la pastoral de la Iglesia sino también para la situación de los bautizados no creyentes. Está claro, evidentemente, que tienen, como toda persona, derecho al matrimonio, que contraerían civilmente. La mayor dificultad no se encuentra en el peligro de comprometer la relación entre ordenamiento canónico y ordenamiento civil: su sinergia es ya muy débil y problemática, por el progresivo alejamiento del matrimonio civil de los requisitos esenciales del propio matrimonio natural. El esfuerzo de los cristianos y de quienes son conscientes de la importancia humana y social de la familia fundada sobre el matrimonio debería más bien dirigirse a ayudar a los hombres y las mujeres de hoy para que descubran el significado de esos requisitos: se basan en el orden de la creación y justamente por ello valen para cualquier época y pueden concretizarse en formas adecuadas a los tiempos más dispares.
Quisiera terminar recordando la intención común que anima a quienes están interviniendo en este debate: mantener juntos, en la pastoral de la familia, la verdad de Dios y del hombre y el amor misericordioso de Dios por nosotros, que constituye el corazón del Evangelio.