(De una homilías de san Juan Crisóstomo)
Y se gritaban uno a otro, diciendo: «¡Santo, santo, santo!» ¿Habéis reconocido esta voz? ¿Es nuestra voz o la voz de los serafines? Es la nuestra y es la de los serafines, por la gracia de Cristo, que derribó el muro divisorio, y puso en paz todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra, haciendo de los dos una sola cosa.
Porque previamente este himno se cantaba únicamente en el cielo; pero después que el Señor se dignó venir a la tierra, nos concedió también a nosotros entonar este canto. Por lo cual este gran Pontífice, al acercarse al altar para celebrar el culto auténtico y ofrecer el sacrificio incruento, no se limita a invitarnos simplemente a esta fausta aclamación, sino que allí donde primeramente nombró a los querubines e hizo mención de los serafines, acaba finalmente por exhortarnos a todos a elevar esta grandiosa voz; y mientras nos invita a unirnos con aquellos que, junto con nosotros, animan los coros, aparta nuestra mente de las cosas terrenas, excitando a cada uno de nosotros con estas o parecidas palabras: Cantas a coro con los serafines, mantente en pie a la par de los serafines, extiende con ellos las alas, vuela con ellos en torno al trono real.
En realidad, ¿qué tiene de extraño el que estés de pie con los serafines, toda vez que Dios te ha concedido tratar familiarmente lo que los mismos serafines no se atreven a tocar? Y voló hacia mí —dice— uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas: aquel altar es figura e imagen de este altar; aquel fuego, lo es de este fuego espiritual. Ahora bien, el serafín no se atrevió a cogerlo con la mano, sino con las tenazas: en cambio tú lo coges con la mano. Indudablemente, si consideras la dignidad de las cosas propuestas, éstas son mucho más nobles que el mismo contacto del serafín; en cambio, si te fijas en la benignidad del Señor, él no se avergüenza ni siquiera de rebajarse hasta nuestra misma vileza, precisamente en virtud de aquellas cosas que se nos han propuesto.
Pensando, pues, en estas cosas, y contrapesando la magnitud del don, levántate ya de una vez, oh hombre, y, arrancado de la tierra, sube al cielo. ¿Que nos arrastra el cuerpo y quiere obligarnos a ir hacia abajo? Pues para eso están los ayunos, que aligeran las alas del alma y hacen llevadero el fardo de la carne, aunque tengan que habérselas con un cuerpo más pesado que el plomo.
Pero dejemos por ahora el tema del ayuno, para iniciar el tema de los misterios, en atención a los cuales se instituyeron estos mismos ayunos. Pues así como el fin de las competiciones olímpicas es la corona, así también el fin del ayuno es la comunión en el marco de un ánimo puro. Por consiguiente, si en estos días no consiguiéramos el fin apetecido, por habernos afligido de una manera desconsiderada y vana, saldremos de la arena del ayuno sin corona y sin premio. Esta es la razón por la que también nuestros antepasados ampliaron el estadio de nuestro ayuno, y nos asignaron un tiempo determinado de penitencia, a fin de que, una vez limpios y purificados de nuestras inmundicias, podamos finalmente tener acceso a la comunión.
Porque previamente este himno se cantaba únicamente en el cielo; pero después que el Señor se dignó venir a la tierra, nos concedió también a nosotros entonar este canto. Por lo cual este gran Pontífice, al acercarse al altar para celebrar el culto auténtico y ofrecer el sacrificio incruento, no se limita a invitarnos simplemente a esta fausta aclamación, sino que allí donde primeramente nombró a los querubines e hizo mención de los serafines, acaba finalmente por exhortarnos a todos a elevar esta grandiosa voz; y mientras nos invita a unirnos con aquellos que, junto con nosotros, animan los coros, aparta nuestra mente de las cosas terrenas, excitando a cada uno de nosotros con estas o parecidas palabras: Cantas a coro con los serafines, mantente en pie a la par de los serafines, extiende con ellos las alas, vuela con ellos en torno al trono real.
En realidad, ¿qué tiene de extraño el que estés de pie con los serafines, toda vez que Dios te ha concedido tratar familiarmente lo que los mismos serafines no se atreven a tocar? Y voló hacia mí —dice— uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas: aquel altar es figura e imagen de este altar; aquel fuego, lo es de este fuego espiritual. Ahora bien, el serafín no se atrevió a cogerlo con la mano, sino con las tenazas: en cambio tú lo coges con la mano. Indudablemente, si consideras la dignidad de las cosas propuestas, éstas son mucho más nobles que el mismo contacto del serafín; en cambio, si te fijas en la benignidad del Señor, él no se avergüenza ni siquiera de rebajarse hasta nuestra misma vileza, precisamente en virtud de aquellas cosas que se nos han propuesto.
Pensando, pues, en estas cosas, y contrapesando la magnitud del don, levántate ya de una vez, oh hombre, y, arrancado de la tierra, sube al cielo. ¿Que nos arrastra el cuerpo y quiere obligarnos a ir hacia abajo? Pues para eso están los ayunos, que aligeran las alas del alma y hacen llevadero el fardo de la carne, aunque tengan que habérselas con un cuerpo más pesado que el plomo.
Pero dejemos por ahora el tema del ayuno, para iniciar el tema de los misterios, en atención a los cuales se instituyeron estos mismos ayunos. Pues así como el fin de las competiciones olímpicas es la corona, así también el fin del ayuno es la comunión en el marco de un ánimo puro. Por consiguiente, si en estos días no consiguiéramos el fin apetecido, por habernos afligido de una manera desconsiderada y vana, saldremos de la arena del ayuno sin corona y sin premio. Esta es la razón por la que también nuestros antepasados ampliaron el estadio de nuestro ayuno, y nos asignaron un tiempo determinado de penitencia, a fin de que, una vez limpios y purificados de nuestras inmundicias, podamos finalmente tener acceso a la comunión.