Acerca de la Iglesia: Orden carismático

Texto de Karl Rahner:

En la encíclica Mystici Corporis, Pío XII indica que Cristo es siempre cabeza y guía de la Iglesia no sólo por haberle dado la jerarquía ordinaria y los dirigentes que la gobiernan por encargo suyo y en su nombre; él la gobierna también inmediatamente por sí mismo. Y la gobierna inmediatamente no sólo iluminando y fortaleciendo a los dirigentes eclesiásticos, sino que, «precisamente en los tiempos difíciles despierta en el seno de la madre Iglesia varones y mujeres que se destacan por el esplendor de su santidad, para servir de ejemplo a los demás cristianos en el crecimiento de su cuerpo místico». Existe, pues, también un impulso de desarrollo de la vida de la Iglesia, que no procede de la jerarquía sino inmediatamente de Cristo mismo; existe una ley de vida que «partiendo misteriosamente de Cristo mismo en persona», llega a los santos y desde ellos trasciende a los demás y a la jerarquía misma. Hay, por tanto, en la «construcción orgánica del cuerpo de la Iglesia», una estructura doble, según dice Pío XII: la jerárquica y la de los «carismáticos», de modo semejante a como los organismos biológicos tienen no una sola estructura, sino varias, que de modo misterioso se condicionan recíprocamente. La jerarquía vive también del carisma de los santos, aunque sigue siendo verdad que el santo está sometido a la jerarquía (en cuanto doctrina y gobierno). El gobierno tiene que tener no sólo un objeto, sino una dinámica que pueda ser gobernada. Lo jerárquico y lo carismático pueden coincidir, por supuesto, en una sola persona. Pero no es necesario que sea así, y de hecho no siempre ha sido. San Antonio ermitaño, San Benito, San Francisco de Asís, Santa Catalina de Siena, Santa Margarita María Alacoque, Santa Teresa de Jesús y muchos otros tuvieron enorme importancia en la historia de la Iglesia, como primeros receptores de los impulsos del Espíritu a la Iglesia. Como católicos que somos, estamos acostumbrados—con razón—a pensar contra los donatistas, es decir, a distinguir claramente el derecho de la jerarquía y la eficacia de los sacramentos de la sanidad personal del portador de la función jerárquica y del administrador de los sacramentos. Esto es necesario en todos los acontecimientos de la Iglesia. La Iglesia no es la comunidad de los cristianos reconocidos ya como predestinados. Es también la Iglesia de los pecadores, de los peregrinos y de la esperanza, del misterio de la elección, sobre el que Dios guarda silencio, y de la imposibilidad de anticipar el juicio aquí en la tierra. Pero como tiene que ser la ciudad sobre la montaña y el rebaño congregado en Cristo, es decir, la Iglesia visible, la validez de la función jerárquica no puede depender en cada caso de la santidad interior del portador de tal función. Pero como tampoco se puede negar, sin embargo, que la Iglesia debe ser la comunidad de la salvación escatológica y de la gracia victoriosa, y manifestarse en cuanto tal, las funciones salvadoras y la santidad se han unido indisolublemente en los puntos decisivos de la Historia sagrada, sobre todo en María, por ejemplo. Y por eso la Iglesia, dominada por la gracia de Dios, cuya llegada no está en manos de los hombres, tiene que tener siempre sus santos, y ser la Iglesia de los santos, y confesarlo.