(Del comentario de san Ambrosio, obispo, sobre el salmo 118)
Los nobles me perseguían sin motivo, y mi corazón temblaba por tus palabras. Están también los nobles de este mundo y los poderes que dominan estas tinieblas, que tratan de subyugar tu alma y suscitan en tu interior violentos ataques, prometiéndote los reinos de la tierra, honores y riquezas, si sucumbes en un momento de debilidad y te decides a obedecer sus mandatos. Estos nobles unas veces persiguen sin motivo, otras no sin motivo. Persiguen sin motivo a aquel en quien nada suyo encuentran y a quien pretenden subyugar; persiguen no sin motivo al que se ha abandonado a su dominio y se entrega en alma y cuerpo a la posesión de este siglo: con razón reivindican para sí el dominio sobre los que les pertenecen, reclamando de ellos el tributo de la iniquidad.
Con razón afirma el mártir que soporta injustamente los tormentos de las persecuciones, él que nada ha robado, que a nadie ha despóticamente oprimido, que no ha derramado sangre alguna, que no ha infringido ninguna ley, él que, sin embargo, se ve obligado a soportar los más graves suplicios infligidos a los ladrones; él que dice la verdad y nadie le escucha, que expone todo lo concerniente a la economía de salvación y es impugnado, hasta el punto de poder afirmar: Cuando les hablaba, me contradecían sin motivo.
Así pues, sin motivo padece persecución, el que es combatido siendo inocente; es impugnado como culpable, cuando es digno de alabanza por su confesión; es impugnado como blasfemo por gloriarse en el nombre del Señor, siendo así que la piedad es el fundamento de todas las virtudes. Es ciertamente impugnado sin razón, quien ante los impíos e infieles es acusado de impiedad, siendo maestro de fe.
Ahora bien: quien sin motivo es impugnado, debe ser fuerte y constante. Entonces, ¿cómo es que añadió: Y mi corazón temblaba por tus palabras? Temblar es signo de debilidad, de temor, de miedo. Pero existe una debilidad que es saludable y hay un temor propio de los santos: Todos sus santos, temed al Señor. Y: Dichoso quien teme al Señor. Dichoso, ¿por qué? Porque ama de corazón sus mandatos.
Imagínate ahora a un mártir rodeado de peligros por todas partes: por aquí, la ferocidad de las fieras que rugen para infundir terror, por allí, el crujido de las láminas incandescentes y la crepitante llama del horno encendido; por una parte se oye el rumor de pesadas cadenas que se arrastran, por otra, la presencia del cruento verdugo.
Imagínate —repito— al mártir contemplando todos los instrumentos del suplicio y, en un segundo tiempo, considera a ese mismo mártir pensando en los mandamientos de Dios, en aquel fuego eterno, en aquel incendio sin fin preparado para los pérfidos, y el sofoco aquel de una pena que constantemente se recrudece; mírale temblar en su corazón ante el miedo de que, por escapar a la presente, se labre la eterna ruina; mírale profundamente turbado, al intuir en cierto modo aquella terrible espada del juicio. ¿No es verdad que esta trepidación puede conjugarse con la confianza del hombre constante? A una misma meta concurren la confianza de quien anhela las cosas eternas y del que teme los divinos castigos.
¡Ojalá mereciera yo ser uno de éstos! De modo que si alguna vez el perseguidor se ensañare conmigo, no tome en consideración la acerbidad de mis suplicios, no pondere los tormentos ni las penas; no piense en la atrocidad de dolor alguno, sino que todo esto lo tenga por cosa sin importancia; que Cristo no me niegue por mi pusilanimidad, que no me excluya Cristo ni me rechace del colegio de los sacerdotes, por considerarme indigno de semejante asamblea; vea más bien que si es verdad que me aterrorizan las penas corporales, me horroriza mucho más el juicio futuro. Y si me llegare a decir: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?, me tienda su mano y, aunque turbado por el encrespado oleaje de este mundo, me estabilizará en la sólida esperanza del alma.
Los nobles me perseguían sin motivo, y mi corazón temblaba por tus palabras. Están también los nobles de este mundo y los poderes que dominan estas tinieblas, que tratan de subyugar tu alma y suscitan en tu interior violentos ataques, prometiéndote los reinos de la tierra, honores y riquezas, si sucumbes en un momento de debilidad y te decides a obedecer sus mandatos. Estos nobles unas veces persiguen sin motivo, otras no sin motivo. Persiguen sin motivo a aquel en quien nada suyo encuentran y a quien pretenden subyugar; persiguen no sin motivo al que se ha abandonado a su dominio y se entrega en alma y cuerpo a la posesión de este siglo: con razón reivindican para sí el dominio sobre los que les pertenecen, reclamando de ellos el tributo de la iniquidad.
Con razón afirma el mártir que soporta injustamente los tormentos de las persecuciones, él que nada ha robado, que a nadie ha despóticamente oprimido, que no ha derramado sangre alguna, que no ha infringido ninguna ley, él que, sin embargo, se ve obligado a soportar los más graves suplicios infligidos a los ladrones; él que dice la verdad y nadie le escucha, que expone todo lo concerniente a la economía de salvación y es impugnado, hasta el punto de poder afirmar: Cuando les hablaba, me contradecían sin motivo.
Así pues, sin motivo padece persecución, el que es combatido siendo inocente; es impugnado como culpable, cuando es digno de alabanza por su confesión; es impugnado como blasfemo por gloriarse en el nombre del Señor, siendo así que la piedad es el fundamento de todas las virtudes. Es ciertamente impugnado sin razón, quien ante los impíos e infieles es acusado de impiedad, siendo maestro de fe.
Ahora bien: quien sin motivo es impugnado, debe ser fuerte y constante. Entonces, ¿cómo es que añadió: Y mi corazón temblaba por tus palabras? Temblar es signo de debilidad, de temor, de miedo. Pero existe una debilidad que es saludable y hay un temor propio de los santos: Todos sus santos, temed al Señor. Y: Dichoso quien teme al Señor. Dichoso, ¿por qué? Porque ama de corazón sus mandatos.
Imagínate ahora a un mártir rodeado de peligros por todas partes: por aquí, la ferocidad de las fieras que rugen para infundir terror, por allí, el crujido de las láminas incandescentes y la crepitante llama del horno encendido; por una parte se oye el rumor de pesadas cadenas que se arrastran, por otra, la presencia del cruento verdugo.
Imagínate —repito— al mártir contemplando todos los instrumentos del suplicio y, en un segundo tiempo, considera a ese mismo mártir pensando en los mandamientos de Dios, en aquel fuego eterno, en aquel incendio sin fin preparado para los pérfidos, y el sofoco aquel de una pena que constantemente se recrudece; mírale temblar en su corazón ante el miedo de que, por escapar a la presente, se labre la eterna ruina; mírale profundamente turbado, al intuir en cierto modo aquella terrible espada del juicio. ¿No es verdad que esta trepidación puede conjugarse con la confianza del hombre constante? A una misma meta concurren la confianza de quien anhela las cosas eternas y del que teme los divinos castigos.
¡Ojalá mereciera yo ser uno de éstos! De modo que si alguna vez el perseguidor se ensañare conmigo, no tome en consideración la acerbidad de mis suplicios, no pondere los tormentos ni las penas; no piense en la atrocidad de dolor alguno, sino que todo esto lo tenga por cosa sin importancia; que Cristo no me niegue por mi pusilanimidad, que no me excluya Cristo ni me rechace del colegio de los sacerdotes, por considerarme indigno de semejante asamblea; vea más bien que si es verdad que me aterrorizan las penas corporales, me horroriza mucho más el juicio futuro. Y si me llegare a decir: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?, me tienda su mano y, aunque turbado por el encrespado oleaje de este mundo, me estabilizará en la sólida esperanza del alma.