La libertad, como decíamos, no puede interpretarse cristianamente como la facultad, en sí neutral, de hacer esto o aquello en un orden caprichoso y dentro de una temporalidad que sólo se rompería desde fuera, aunque, vista desde la perspectiva de la libertad, podría seguir corriendo indefinidamente; sino que la libertad es la facultad de realizarse a sí mismo de una vez para siempre, la facultad que por su misma esencia se dirige hacia lo definitivo libremente realizado, del sujeto como tal. Esto es evidentemente lo que pretenden decir las afirmaciones del cristianismo sobre el hombre, su salvación y condenación, cuando ese hombre, como ser libre, debe y puede responder de sí mismo y de la totalidad de su vida delante del tribunal divino, y cuando el juicio inapelable sobre su salvación o condenación lo pronuncia, de acuerdo con sus obras, un juez que no se fija en las meras apariencias de la vida, en la «cara», sino en el núcleo de la persona forjado libremente en el «corazón».
Aun cuando, en la Escritura, la libertad formal de elección y decisión del hombre se la da más bien por supuesta y no constituye una enseñanza expresa, sí que se trata explícitamente, sobre todo en el Nuevo Testamento, el tema, más aún, la paradoja, de una situación en la que la permanente libertad responsable del hombre, sin ser suprimida, está esclavizada bajo la servidumbre de los poderes demoníacos del pecado y de la muerte, y en cierto modo también de la ley, y que por la gracia de Dios ha de ser liberada con vistas a una cierta inclinación interior hacia la ley de ello hablaremos todavía más adelante. No obstante esto, no se puede dudar de que para la Escritura el hombre pecador y el justificado son responsables delante de Dios de las obras de su vida, y por consiguiente también son libres; de manera que la libertad es un constitutivo permanente y esencial del hombre. Pero precisamente porque para la revelación cristiana esta libertad está en la base de la salvación o la condenación absolutas y definitivas delante de Dios, es por lo que aparece de inmediato su verdadera esencia. Puede ser que para una experiencia meramente profana y vulgar la libertad de elección aparezca sólo como la peculiaridad de cada acto del hombre, que se le puede atribuir en cuanto que lo realiza activamente, sin que tal realización haya sido ya establecida causalmente de antemano por una disposición interior del hombre o por una situación exterior anteriores a su decisión activa, y sin que, por tanto, resulte algo forzado.
Un concepto semejante de la libertad de elección la divide en su realización, atomizándola exclusivamente de cara a los actos particulares del hombre, que sólo se mantienen unidos gracias a una neutra mismidad substancial del sujeto que los pone a su facultad y al límite exterior del tiempo vital. De este modo la libertad sólo sería una libertad de actos, un poder atribuir cada acto a una persona que en sí permanece neutral, y que por ello se puede determinar a sí misma siempre de nuevo mientras se den las condiciones exteriores. Pero la interpretación cristiana afirma que el hombre puede decidir y disponer de sí mismo como de un todo, y de un modo definitivo, por medio de su libertad; que no sólo realiza actos moralmente calificables, sino también actos auténticamente transitorios que después sólo gravan sobre él jurídica o moralmente, sino que por su libertad de decisión es realmente, en el fondo de su mismo ser y con toda verdad, bueno o malo; que allí está ya dada su salvación o condenación definitiva, aunque tal vez todavía oculta, entonces la libertad responsable se transforma y ahonda de una manera impresionante.