El imperativo de la ayuda y la naturaleza humana

(Texto de Romano Guardini, académico, sacerdote y teólogo italiano [1885-1968])

Si se buscara una frase que expresara breve y claramente en qué se basan todas las formas de ayuda, individuales o de índole organizada, se llegaría a ésta: "Ahí hay una persona en apuro; por tanto, debo ayudarla". Simplemente así: por tanto; sin ulterior fundamentación ni demostración; como exigencia que surge del apuro mismo.

Quizá se preguntarán ustedes por qué hace falta decir esto en especial; puesto que es obvio. Pero ¿lo es realmente?

El día de hoy los llama a ustedes a una consideración: queremos intentarla dejándonos guiar por la máxima recién expuesta. Queremos preguntar si es realmente obvia; y con ello percibiremos toda una historia. Una historia de la Humanidad, que se ha realizado en lo más vivo de ella, o sea, en su corazón, y se sigue realizando, y afecta a todos los que se sientan llamados por la necesidad humana.

Entonces, ¿es obvia la frase que acabamos de hallar? Muchos dicen que así: opinan que forma parte de la naturaleza del hombre responder a la dificultad de otro con una ayuda activa. Esta opinión es muy noble y parece expresar la esencia del hombre del modo más bello. Pero yo creo que se engaña. Preguntemos con frialdad: el hombre natural de que se habla ahí, ¿cómo se comporta en realidad?

En realidad, la sensibilidad originaria, cuando percibe la privación, los dolores y el riesgo de otro no lo nota en absoluto de tal modo que sin más surja de ello el impulso de acudir a él, de asistirlo, de ayudarlo a salir adelante, sino que se echa atrás con miedo. Percibe el apuro ajeno como alteración del bienestar propio; como requerimiento al bolsillo propio, como exigencia de tener que esforzarse. Una mirada decidida a nuestro mismo interior nos lo muestra así. Y aun el mayor idealista debe verlo así en cuanto se encuentra en la situación de tener que pedir a otro su colaboración o su sacrificio pecuniario en un determinado apuro. El gesto y las palabras de la persona requerida le enseñan una amarguísima verdad.

Pero las raíces de esa actitud se encuentran aún más hondas. Si miramos a culturas primitivas, vemos entonces que el apuro de otro se percibe principalmente como algo que es enemigo del propio bienestar. Nos acordamos de la conducta de los animales que viven en comunidad: tan pronto como en una colmena o un hormiguero se pone enfermo uno de sus miembros, no lo curan en absoluto, sino que lo matan. Esa tendencia que con tal confianza se llama sentimiento natural, en el hombre responde en principio de modo muy semejante al apuro de otro; pero es preciso decirlo, aún peor, porque en el hombre toda emoción toma un carácter especial. El ser que está en peligro debe ser eliminado, para que no ponga también en peligro a los demás.

Pero la cuestión del cómo y por qué lleva todavía más hondo. En épocas primitivas, todo acontecer estaba atravesado de sentimientos religiosos. Con eso no aludimos a nada cristiano; a nada que tenga que ver con el mensaje divino de la Biblia; sino más bien a un sentimiento inmediato del misterio en todo lo que existe. En todo acontecer se perciben poderes, beneficiosos y destructores. El dolor, la infelicidad, la enfermedad y la muerte se presentan a la conciencia precisamente de este modo. Por tanto, el que está al lado del afectado también se siente amenazado por todo ello. Ve en el apuro ajeno el dominio de poderes encolerizados y perversos, y su sensibilidad le dice: ¡Mantente lejos: podría envolverte a ti también!

Así es en realidad la fisonomía de los sentimientos naturales. Y sólo tenemos que volver la vista a nuestro pasado inmediato para comprobar con qué carácter elemental han vuelto a irrumpir en el más moderno presente. Pero sobre eso diremos enseguida algo más.

¿Cuándo responde realmente al apuro ajeno un impulso involuntario de auxiliar? Cuando ese apuro afecta a alguien que pertenece a uno mismo. Los padres lo perciben así cuando su hijo se pone enfermo; los esposos, uno por el otro; el amigo por el amigo; el señor por sus servidores…

Pero ¿qué es lo que ocurre ahí en realidad? La otra persona no es entonces el prójimo, ante el cual despertara la solidaridad natural de la humanidad común, sino que domina la ligazón inmediata de la sangre, de los intereses, de la simpatía, de las diversas relaciones de fidelidad, tal como atan a los hombres. El sentimiento de la vida y la prosperidad propias se extienden al otro y lo atraen dentro del dominio propio. En la medida en que esa incorporación inmediata no tenga lugar, impera su forma contraria, a saber, la relación de la extrañeza. Y el extraño es el desconocido para el sentir inmediato; pero en cuanto tal, es el peligroso.

Aquí cabría objetar que así podría ser en grados primitivos de cultura; pero que el hombre evoluciona y progresa. En efecto: el progreso constituye el concepto central del sentido de la vida en los tiempos modernos. Tal concepto afirma que cuanto más se desarrollan la ciencia, la cultura común, la vida económica y social, más se ennoblece el hombre mismo. Asciende a una concepción de la existencia cada vez más alta, a una relación cada vez más llena de sentido entre hombre y hombre, y también cada vez tiene sentimientos más refinados respecto al apuro de otro, surgiendo poco a poco ese sentimiento básico que hemos expresado en la frase: "Hay una persona en apuro; por lo tanto, debo ayudarla". ¿Es esto cierto? No lo creo. Es una ideología. El hombre moderno a quien se le escapan cada vez más los valores absolutos, trata de sustituirlos por la ilusión de un futuro perfecto, al que se aproximaría constantemente. Ello se hace evidente en una consideración sobria y realista de los hechos. Solamente, tenemos bastante ejemplos de que algunos pueblos que culturalmente están muy elevados, y tienen ya detrás de sí una larga historia de pensamiento y evolución social, no confirman en absoluto esa afirmación; pero ahora no hay tiempo de entrar en ello. En todo caso, entre nosotros, en Occidente, no ha ocurrido así. Entre nosotros, el empujón decisivo no ha llegado desde tendencias interiores a la evolución, sino de otros puntos.

¿Qué debe haber entonces para que esa frase sea reconocida como verdadera? La admonición interior que expresa debe ser percibida ante toda persona. Es decir, no sólo ante la persona estrechamente ligada a nosotros, simpática, sino también ante aquel que no logra serlo; no sólo ante la persona dotada y hermosa, sino también ante el mediocre, y aun el retrasado; no sólo ante el rico y el cultivado, sino también ante el pobre y el mísero. Si esa frase ha de ser cierta, la admonición debe atravesar por en medio de toda distinción, y dirigirse a algo que determine al hombre como tal, sea como sea por lo demás. Y si, no obstante, han de notarse distinciones, entonces, que sea según este principio: "Cuanto más pobre y pequeño el hombre, más apremiante es la obligación de ayudarlo".