Grande es el poder de la fe

(Comentario de san Bruno de Segni)

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos.

¿Qué otra cosa son esos diez leprosos sino la totalidad de los pecadores? Al venir Cristo, psíquicamente todos los hombres eran leprosos; corporalmente no todos lo eran. Es verdad que la lepra del alma es mucho peor que la del cuerpo. Pero veamos lo que sigue: Se pararon a lo lejos y a gritos le decían: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.

A lo lejos se pararon, porque en aquellas condiciones no osaban acercarse. Igual nos pasa a nosotros: nos mantenemos a distancia cuando nos obstinamos en el pecado. Para sanar, para ser curados de la lepra de nuestros pecados, gritemos a voz en cuello y digamos: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros. Pero gritemos no con la boca, sino con el corazón. El grito del corazón es más agudo. El clamor del corazón penetra los cielos y se eleva más sublime ante el trono de Dios. Al verlos, les dijo Jesús: Id a presentaros a los sacerdotes. En Dios, mirar es compadecerse. Los vio e inmediatamente se compadeció de ellos, y les mandó presentarse a los sacerdotes, no para que los sacerdotes los limpiaran, sino para que los declararan limpios.

Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Escuchen esto los pecadores y examinen con diligencia su significado. Al Señor le es fácil perdonar pecados. En efecto, muchas veces al pecador le son perdonadas las deudas, antes de presentarse al sacerdote. Arrepentimiento y perdón coinciden en un mismo e idéntico momento. En cualquier momento que el pecador se convirtiere, ciertamente vivirá y no morirá. Pero considere bien cómo ha de convertirse. Que escuche lo que dice el Señor: Convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto.

Rasgad los corazones y no las vestiduras. Que quien se convierte, conviértase interiormente, de corazón, pues Dios no desprecia un corazón quebrantado y humillado.

Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano. En este uno están representados aquellos que, después de haber sido purificados en las aguas bautismales o han sido curados a través de la penitencia, no siguen ya al diablo, sino que imitan a Cristo, lo siguen, le alaban, lo adoran, le dan gracias y no se apartan de su servicio.

Y Jesús le dijo: levántate, vete: tu fe te ha salvado. Grande es, en efecto, el poder de la fe, sin la cual —como dice el Apóstol— es imposible agradar a Dios. Abrahán creyó a Dios, y eso le valió la justificación. Luego la fe es la que salva, la fe es la que justifica, la fe es la que sana al hombre interior y exteriormente.