Nuestra gloria y nuestra confianza estén siempre en Dios

(De la Carta de San Clemente I, papa, a los Corintios)

¿Qué haremos, pues, hermanos? ¿Cesaremos en nuestras buenas obras y dejaremos de lado la caridad? No permita Dios tal cosa en nosotros, antes bien, con diligencia y fervor de espíritu, apresurémonos a practicar toda clase de buenas obras. El mismo Hacedor y Señor de todas las cosas se alegra por sus obras. El, en efecto, con su máximo y supremo poder, estableció los cielos y los embelleció con su sabiduría inconmensurable; él fue también quien separó la tierra firme del agua que la cubría por completo, y la afianzó sobre el cimiento inamovible de su propia voluntad; él, con sólo una orden de su voluntad, dio el ser a los animales que pueblan la tierra; él también, con su poder, encerró en el mar a los animales que en él habitan, después de haber hecho uno y otros.

Además de todo esto, con sus manos sagradas y puras, plasmó el más excelente de todos los seres vivos y el más elevado por la dignidad de su inteligencia, el hombre, en el que dejó la impronta de su imagen. Así, en efecto, dice el Señor: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». Y creó Dios al hombre; hombre y mujer los creó. Y, habiendo concluido todas sus obras, las halló buenas y las bendijo, diciendo: Creced, multiplicaos. Démonos cuenta, por tanto, de que todos los justos estuvieron colmados de buenas obras, y de que el mismo Señor se complació en sus obras. Teniendo semejante modelo, entreguémonos con diligencia al cumplimiento de su voluntad, pongamos todo nuestro esfuerzo en practicar el bien.

El buen operario toma con alegría el pan que se ha ganado con su trabajo; en cambio, el perezoso e indolente no se atreve a mirar a su amo a la cara. Es necesario, por tanto, que estemos siempre dispuestos a obrar el bien, pues todo cuanto poseemos nos lo ha dado Dios. El, en efecto, ya nos ha prevenido, diciendo: Mirad, el Señor Dios llega, y viene con él su salario para pagar a cada uno su propio trabajo. De esta forma, pues, nos exhorta a nosotros, que creemos en él con todo nuestro corazón, a que, sin pereza ni desidia, nos entreguemos al ejercicio de las buenas obras. Nuestra gloria y nuestra confianza estén siempre en él; vivamos siempre sumisos a su voluntad y pensemos en la multitud de ángeles que están en su presencia, siempre dispuestos a cumplir sus órdenes. Dice, en efecto, la Escritura: Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes y gritaban diciendo: «¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!».

Nosotros, pues, también con un solo corazón y con una sola voz, elevemos el canto de nuestra común fidelidad, aclamando sin cesar al Señor, a fin de tener también nuestra parte en sus grandes y maravillosas promesas. Porque él ha dicho: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.