(Comentario de san Cirilo de Alejandría)
Señor, Dios nuestro, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. ¡Señor, Dios nuestro, poséenos!, no conocemos a otro fuera de ti, e invocamos tu nombre. Los santos profetas tenían por costumbre elevar preces en favor de Israel, pues eran amigos de Dios y estaban maravillosamente coronados con los ornamentos de la piedad. Pues desde el momento en que procedían de la raíz de Abrahán y de la sangre de los santos padres, era natural que se doliesen de la suerte de sus tribus de Israel, al verlas perecer a causa de su impiedad para con Cristo. De aquí que también ahora el bienaventurado profeta Isaías abra la boca y diga: Señor, Dios nuestro, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú.
Que es como si dijera: Si nos dieras la paz, abundaríamos en toda clase de bienes, y nos convertiríamos en partícipes de todos tus dones. Pero conviene saber de qué paz se trata. Pues o bien estas palabras piden al mismo Cristo, ya que, según las Escrituras, él es nuestra paz, y mediante él nos asociamos también al Padre por un parentesco espiritual; o bien intentan decir otra cosa distinta: porque quienes todavía no poseen la fe y no han rechazado ni alejado de sí la marca del pecado, viven apartados de Dios y con toda razón son contados en el número de los enemigos, son del gremio de los de dura cerviz y combaten contra las mismas leyes del Señor. En cambio, los que son morigerados, dóciles al freno y prontos para todo cuanto es del agrado de Dios, rebosan amor y están en paz con él.
Por lo demás, la paz es realmente un don de Dios, derivada de su soberana munificencia. Concédenos, pues, Señor, estar en paz contigo y, quitado del medio el impío y detestable pecado, haz que nos podamos espiritualmente unir a ti por mediación de Cristo, como muy bien dice san Pablo: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estemos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Conseguido lo cual, seremos posesión y herencia de Dios.
Por eso, sabiamente trae a colación aquello: ¡Señor, poséenos!, no conocemos a otro fuera de ti, e invocamos tu nombre. En efecto, los que están en paz con Dios es necesario que sean semejantes a él en su conducta, estén en constante comunión con él, hasta el punto de conocerlo sólo a él y no poder tener, ni siquiera en la lengua, el nombre de cualquier otro dios ficticio. Pues sólo él ha de ser invocado, ya que él es el único Dios nuestro por naturaleza y de verdad. Es lo que nos predica la ley del sapientísimo Moisés: Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto y a su nombre.