(De los sermones de san Agustín, obispo)
No ignoramos que los corazones de vuestra caridad se nutren abundantemente cada día con las exhortaciones de las divinas Escrituras y con el alimento de la Palabra de Dios. Sin embargo, movidos por aquel deseo de caridad mutua en que arden nuestros corazones, debemos decir algo a vuestra caridad. Y ¿de qué hablaros, sino de la misma caridad?
La caridad es de esos temas de los que si uno quiere hablar no necesita elegir un determinado texto que le dé pie para tratar de él, ya que no hay página que no hable del amor. Testigo de ello es el Señor, como nos lo confirma el evangelio. Pues que habiéndole preguntado un letrado cuál es el mandamiento principal de la ley, respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser; y amarás al prójimo como a ti mismo. Y para que no sigas buscando en las páginas santas, añadió inmediatamente: Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas. Y si estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas, ¿cuánto más el evangelio?
En efecto, la caridad renueva al hombre; pues lo mismo que la codicia envejece al hombre, así la caridad lo rejuvenece. Por eso, gimiendo dice el salmista zarandeado por la codicia: Mis ojos envejecen por tantas contradicciones. Que la caridad pertenezca al hombre nuevo, lo indica el Señor cuando dice: Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros. Luego si el amor sostiene la ley y los profetas —y la ley y los profetas parecen condensar el antiguo Testamento—, ¿cómo no va a pertenecer al exclusivo dominio del amor el evangelio —que es clarísimamente denominado nuevo Testamento—, máxime cuando el Señor condensó su mandamiento en el solo «amaos unos a otros» Más aún: calificó de nuevo su mandamiento, vino para renovarnos, nos hizo hombres nuevos y nos prometió una nueva heredad: y ésta, eterna.
Pero ya entonces hubo hombres enamorados de Dios, que le amaron desinteresadamente y purificaron sus corazones con el casto deseo de verlo; hombres que, alzando el velo de las antiguas promesas, llegaron a intuir el futuro nuevo Testamento, y comprendieron que todo lo que en el antiguo Testamento fue mandado o prometido según la vieja condición, era figura del nuevo Testamento, figuras que, en los últimos tiempos, el Señor habría de llevar a su pleno cumplimiento. Lo dice taxativamente el Apóstol con estas palabras: Todo esto les sucedía como un ejemplo: y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Ocultamente, pues, se preanunciaba el nuevo Testamento y se preanunciaba en aquellas antiguas figuras.
Pero llegado el tiempo del nuevo Testamento, comenzó a ser abiertamente predicado el nuevo Testamento y a comentarse y explicarse aquellas figuras, demostrando cómo había de entenderse el nuevo Testamento, donde estaba prometido el antiguo. Moisés era, desde luego, predicador del antiguo Testamento; pero aun siendo predicador del antiguo, era intérprete del nuevo: al pueblo carnal le anunciaba el antiguo; él, que era espiritual, intuía el nuevo. En cambio, los apóstoles eran predicadores y ministros del nuevo Testamento, pero no en el sentido de que entonces no existiera, lo que más tarde habían de manifestar los apóstoles.
Luego, la caridad está presente tanto en uno como en otro Testamento: en el antiguo, la caridad está más velada y más evidente el temor; en el nuevo la caridad es más evidente, y menos el temor. Pues cuanto más crece la caridad, tanto más disminuye el temor. Porque al crecer la caridad, el alma se siente segura; y donde la seguridad es absoluta, desaparece el temor, como dice asimismo el apóstol Juan: El amor perfecto expulsa el temor.
No ignoramos que los corazones de vuestra caridad se nutren abundantemente cada día con las exhortaciones de las divinas Escrituras y con el alimento de la Palabra de Dios. Sin embargo, movidos por aquel deseo de caridad mutua en que arden nuestros corazones, debemos decir algo a vuestra caridad. Y ¿de qué hablaros, sino de la misma caridad?
La caridad es de esos temas de los que si uno quiere hablar no necesita elegir un determinado texto que le dé pie para tratar de él, ya que no hay página que no hable del amor. Testigo de ello es el Señor, como nos lo confirma el evangelio. Pues que habiéndole preguntado un letrado cuál es el mandamiento principal de la ley, respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser; y amarás al prójimo como a ti mismo. Y para que no sigas buscando en las páginas santas, añadió inmediatamente: Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas. Y si estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas, ¿cuánto más el evangelio?
En efecto, la caridad renueva al hombre; pues lo mismo que la codicia envejece al hombre, así la caridad lo rejuvenece. Por eso, gimiendo dice el salmista zarandeado por la codicia: Mis ojos envejecen por tantas contradicciones. Que la caridad pertenezca al hombre nuevo, lo indica el Señor cuando dice: Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros. Luego si el amor sostiene la ley y los profetas —y la ley y los profetas parecen condensar el antiguo Testamento—, ¿cómo no va a pertenecer al exclusivo dominio del amor el evangelio —que es clarísimamente denominado nuevo Testamento—, máxime cuando el Señor condensó su mandamiento en el solo «amaos unos a otros» Más aún: calificó de nuevo su mandamiento, vino para renovarnos, nos hizo hombres nuevos y nos prometió una nueva heredad: y ésta, eterna.
Pero ya entonces hubo hombres enamorados de Dios, que le amaron desinteresadamente y purificaron sus corazones con el casto deseo de verlo; hombres que, alzando el velo de las antiguas promesas, llegaron a intuir el futuro nuevo Testamento, y comprendieron que todo lo que en el antiguo Testamento fue mandado o prometido según la vieja condición, era figura del nuevo Testamento, figuras que, en los últimos tiempos, el Señor habría de llevar a su pleno cumplimiento. Lo dice taxativamente el Apóstol con estas palabras: Todo esto les sucedía como un ejemplo: y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Ocultamente, pues, se preanunciaba el nuevo Testamento y se preanunciaba en aquellas antiguas figuras.
Pero llegado el tiempo del nuevo Testamento, comenzó a ser abiertamente predicado el nuevo Testamento y a comentarse y explicarse aquellas figuras, demostrando cómo había de entenderse el nuevo Testamento, donde estaba prometido el antiguo. Moisés era, desde luego, predicador del antiguo Testamento; pero aun siendo predicador del antiguo, era intérprete del nuevo: al pueblo carnal le anunciaba el antiguo; él, que era espiritual, intuía el nuevo. En cambio, los apóstoles eran predicadores y ministros del nuevo Testamento, pero no en el sentido de que entonces no existiera, lo que más tarde habían de manifestar los apóstoles.
Luego, la caridad está presente tanto en uno como en otro Testamento: en el antiguo, la caridad está más velada y más evidente el temor; en el nuevo la caridad es más evidente, y menos el temor. Pues cuanto más crece la caridad, tanto más disminuye el temor. Porque al crecer la caridad, el alma se siente segura; y donde la seguridad es absoluta, desaparece el temor, como dice asimismo el apóstol Juan: El amor perfecto expulsa el temor.