Enseñaba como quien tiene autoridad

(Comentario de san Juan Crisóstomo, obispo)

Llegó a Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza. Era ciertamente lógico que la muchedumbre se sintiera abrumada por el peso de sus palabras y desfalleciera ante la sublimidad de sus preceptos. Pero no. Era tal el poder de convicción del Maestro, que no sólo convenció a muchos de sus oyentes causándoles una profunda admiración, sino que, por el solo placer de escucharle, muchos no acertaban a separarse de él, aun después de acabado el discurso. De hecho, cuando hubo bajado del monte, no se dispersaron sus oyentes, sino que le siguió toda la concurrencia: ¡tanto amor a su doctrina supo infundirles! Y lo que sobre todo admiraban era su autoridad.

Pues Cristo no hablaba apoyando sus afirmaciones en la autoridad de otro, como lo hacían los profetas o el mismo Moisés, sino dejando siempre claro que era él en quien residía la autoridad. En efecto, después de haber aducido testimonios legales, solía añadir: Pero yo os digo. Y cuando sacó a colación el día del juicio, se presentaba a sí mismo como juez que debía decretar premio o castigo. Un motivo más para que se hubieran turbado los oyentes.

Porque si los letrados, que le habían visto demostrar con obras su poder, intentaron apedrearle y le arrojaron fuera de la ciudad, ¿no era lógico que cuando exhibía sólo palabras como prueba de su autoridad, los oyentes se escandalizaran, máxime ocurriendo esto al comienzo de su predicación, antes de haber hecho una demostración de su poder? Y, sin embargo, nada de esto ocurrió. Y es que, cuando el hombre es bueno y honrado, fácilmente se deja persuadir por los razonamientos de la verdad. Justamente por eso, los letrados, a pesar de que los milagros de Jesús pregonaban su poder, se escandalizaban, mientras que el pueblo, que solamente había oído sus palabras, le obedecían y le seguían. Es lo que el evangelista daba a entender, cuando decía: Le siguió mucha gente. Y no gente salida de las filas de los príncipes o de los letrados, sino gente sin malicia y de sincero corazón.

A lo largo de todo el evangelio verás que son éstos los que se adhieren al Señor. Pues cuando hablaba, lo escuchaban en silencio, sin interrumpirlo ni interpelar al orador, sin tentarlo ni acechar la ocasión, como hacían los fariseos; son finalmente los que, una vez terminado el discurso, lo siguen llenos de admiración.

Mas tú considera, te ruego, la prudencia del Señor y cómo sabe variar según la utilidad de los oyentes, pasando de los milagros a los discursos y de éstos nuevamente a los milagros. De hecho, antes de subir al monte curó a muchos, para allanar el camino a lo que se disponía a decir. Y después de terminado este extenso discurso, vuelve nuevamente a los milagros, confirmando los dichos con los hechos. Y como quiera que enseñaba como quien tiene autoridad, a fin de que este modo de enseñar no sonara a arrogancia u ostentación, hace lo mismo con las obras y, como quien tiene autoridad, cura las enfermedades. De esta forma, no les da ocasión de turbarse al oírle hablar con autoridad, ya que con autoridad obra también los milagros.