(Texto de san Pedro Damián)
La Iglesia de Cristo posee una estructura tan compacta gracias a la mutua caridad, que es místicamente una en la pluralidad y plural en su singularidad; hasta el punto de que no sin razón toda la Iglesia universal es singularmente presentada como la única esposa de Cristo, y cada alma en particular es considerada, en virtud del misterio sacramental, como la Iglesia en su plenitud.
De todo lo cual podemos claramente deducir que si toda la Iglesia es designada en la persona de un solo hombre y esa misma Iglesia es lógicamente llamada virgen única, la santa Iglesia es simultáneamente una en todos y toda en cada uno: simple en la pluralidad gracias a la unidad de fe, y múltiple en la singularidad gracias a la fuerza cohesiva de la caridad y la diversidad de carismas, ya que todos proceden del Uno.
Así pues, aunque diversificada por la multiplicidad de personas, la santa Iglesia está fundida en la unidad por el fuego del Espíritu Santo: por eso, aun cuando en su existencia corporal parezca geográficamente dividida, esta comprobación en nada consigue mermar la integridad del misterio de su íntima unidad. Pues el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Pues bien, este Espíritu, que indudablemente es uno y múltiple: —uno en la majestad de la esencia, múltiple en la diversidad de sus carismas—, es el que permite a la Iglesia santa —que él plenifica— ser una en su universalidad y universal en su parcialidad.
Por consiguiente, si los que creen en Cristo son una misma cosa, donde quiera que está visiblemente un miembro, allí está también místicamente presente todo el cuerpo. Donde se da una verdadera unidad de fe, esta unidad no admite la soledad en uno, ni en la pluralidad tolera el cisma de la diversidad. En realidad, ¿qué dificultad hay en que de una sola boca salga una diversidad de voces, voces que si son plurales por la lengua, es una misma fe la que las alterna? En efecto, toda la Iglesia es indudablemente un solo cuerpo.
Si, pues, toda la Iglesia es el único cuerpo de Cristo y nosotros somos miembros de la Iglesia, ¿qué inconveniente hay en que cada uno de nosotros nos sirvamos de las palabras de nuestro cuerpo, esto es, de la Iglesia, con la cual formamos realmente una unidad? Un ejemplo: si siendo muchos formamos una sola cosa en Cristo, en él cada uno de nosotros se posee íntegramente, hasta tal punto que, aunque parezcamos estar por la soledad de los cuerpos, muy alejados de la Iglesia, le estamos no obstante siempre íntimamente presentes en virtud del inviolable sacramento de la unidad. De esta suerte, lo que es de todos, lo es también de cada uno; y lo que para algunos es singularmente especial, es asimismo común a todos en la integridad de la fe y de la caridad. Rectamente, pues, puede el pueblo clamar: Misericordia, Dios mío, misericordia.
Nuestros santos Padres decretaron que la existencia de esta indisoluble unión y comunión de los fieles en Cristo debía adquirir un grado de certeza tal que la introdujeron en el símbolo de la profesión de fe católica, y nos ordenaron repetirla habitualmente entre los mismos rudimentos de la fe cristiana. Porque inmediatamente después de haber dicho: Creo en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia, añadimos a renglón seguido: en la comunión de los santos, para que al mismo tiempo que testimoniamos nuestra fe, en Dios, afirmemos también lógicamente la comunión de la Iglesia, que es una sola cosa con él. Esta es efectivamente la comunión de los santos en la unidad de la fe: que los que creen en el único Dios han renacido en un solo bautismo, han sido confirmados por un mismo Espíritu Santo, han sido invitados a la misma vida eterna en virtud de la gracia de adopción.