Cristo se consagró a sí mismo por nuestros pecados

(Del comentario de san Cirilo de Alejandría, sobre el evangelio de san Juan)

Y por ellos me santifico yo. Según los usos legales, santificado se dice de lo que se ofrece a Dios en concepto de don o de oblación, como por ejemplo todos los primogénitos de Israel: Santifícame todos los primogénitos israelitas, dijo Dios a Moisés, es decir, consagra y ofrece y considéralo sagrado.

Así pues, utilizándose la palabra santificar como sinónima de consagrar y ofrecer, decimos que el Hijo se santificó a sí mismo por nosotros. Pues se ofreció como sacrificio y víctima santa a Dios Padre, reconciliando el mundo con él y devolviendo la amistad a quien la había perdido, a saber, al género humano. El es nuestra paz, dice la Escritura.

En realidad, sabemos que nuestro retorno a Dios ha sido únicamente posible por obra de Cristo Salvador, que nos ha hecho partícipes del Espíritu de santificación. El Espíritu es, en efecto, quien nos pone en relación con Dios y quien –por decirlo así– nos une a él; recibido el Espíritu, nos convertimos en partícipes y consortes del mismo ser de Dios, lo recibimos por medio del Hijo y, en el Hijo, recibimos también al Padre.

De él nos escribe, en efecto, el sabio Juan: En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y san Pablo, ¿qué dice? Como sois hijos –dice–, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba!» (Padre). Tanto que si por cualquier eventualidad estuviéramos privados del Espíritu Santo, no se podría en absoluto conocer que Dios está en nosotros; y si no se nos hubiese enriquecido con el don del Espíritu, que es lo que nos coloca entre los hijos de Dios, en modo alguno seríamos hijos de Dios.

Y ¿cómo hemos sido elevados o cómo se nos ha hecho partícipes de la naturaleza divina, si ni habita Dios en nosotros, ni le estamos unidos por la participación del Espíritu a que hemos sido llamados? Y sin embargo, la verdad es que somos partícipes y consortes de aquella naturaleza que todo lo supera, y somos llamados templos de Dios. El Unigénito, en efecto, se santificó, es decir, se consagró por nuestros pecados, y se ofreció a Dios Padre como hostia santa de suave olor, para que apartado lo que en cierto modo separa de Dios a la naturaleza humana, esto es el pecado, nada nos impida estar unidos a él participando de su naturaleza, por obra —se entiende— del Espíritu Santo que nos devuelve a la imagen primitiva renovándonos en la justicia y la santidad.

Pues si el pecado aparta y separa al hombre de Dios, la justicia, en cambio, nos une a él y nos coloca en cierto modo junto al mismísimo Dios Padre. Porque hemos sido justificados por la fe en Cristo, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. En él, que es como las primicias del género humano, fue restaurada toda la naturaleza del hombre para una vida renovada y, volviendo a su condición primordial, fue reformada para la santidad.