(De "Cada día es un alba" por Louis Évely)
¿Cómo sería posible desear dejar de desear?
Según dicen las revistas, los esposos deberían fusionarse en una perfecta armonía psicológica y, sobre todo, sexual. ¡Tendría que ser una unión carente de tropiezos y de sobresaltos! Pero la vida de pareja no está hecha para adormecer, sino para despertar. Sirve para sacar del corazón todo el amor de que somos capaces.
La unión de dos personas es necesariamente conflictiva. Todos conocemos a esas parejas en las que ambos parecen tener los mismos gustos, las mismas opiniones, los mismos amigos, las mismas distracciones... Pero, inevitable y solapadamente, se manifiestan el rencor, el miedo y la desesperación de dos seres forzados a morir juntos lentamente.
El estado normal de cualquier sociedad humana es el conflicto: las personas se afirman, se oponen y superan sus diferencias a base de negociaciones y concesiones. Y es que el conflicto no es la guerra, sino todo lo contrario. Se hace la guerra porque no se soporta el conflicto, porque se le quiere hacer desaparecer, de una vez por todas, aniquilando al adversario.
Los esposos se encuentran situados ante una opción decisiva: o el aburrimiento o las dificultades.
Si aborreces los conflictos, si lo que quieres es un cónyuge sumiso, dócil y apagado, no tardarás en conocer el aburrimiento de una vida en la que no sucede nada, en la que no hay nada que decirse y en la que únicamente se espera que aquello se acabe. Pero si aceptas los conflictos, las discusiones, los choques y los «reajustes», entonces seréis el uno para el otro el aguijón que despierta y estimula.
Nunca nos entendemos mejor que después de una buena explicación. Las reconciliaciones son, a menudo, mejores que la armonía sin fisuras. ¡Mientras haya roce, es que aún hay contacto! La sal de la palabra, el choque de la oposición, los esfuerzos de adaptación... ¡he ahí lo que os hará verdaderamente jóvenes!
Eva nació del costado de Adán, de esa herida abierta en su flanco y jamás cicatrizada que le abre a toda la inquietud y a todo el sufrimiento del mundo. ¿Qué sería el hombre sin esa llamada, sin esa interpelación desgarradora, sin esa provocación a velar, pensar, amar y crear?
¿Y qué sería la mujer si su deseo no la condujera hacia el hombre para inventar con él esa «entente» siempre comprometida y siempre recomenzada, esa comunicación que es indispensable para ambos, pero de la que suele ser ella quien se preocupe y cargue con su responsabilidad?
Al comprometerte en el matrimonio, no busques una «compañía de seguros» que te garantice que tu mujer va a ser siempre dócil, no va a dejar de admirarte, va a estar siempre de buen humor y va a gozar de una perfecta salud, o que tu marido va a ser siempre atento y solícito, un brillante conversador y un caballero galante.
El único seguro válido será tu resolución: voy a amarle tanto, voy a sufrir tan pacientemente, voy a perdonarle tan a menudo y voy a esperar de tal forma en él (o en ella) que acabará amándome como yo habré aprendido a hacerlo.
Al casarte, ya nunca estarás tranquilo..., ¡pero seguirás vivo!