(De "Razones para la esperanza" por el sacerdote, periodista y escritor español José Luis Martín Descalzo (1930-1991)
Hay una vieja fábula oriental que cuenta la llegada de un caracol al cielo. El animalito había venido arrastrándose kilómetros y kilómetros desde la tierra, dejando un surco de baba por los caminos y perdiendo también trozos del alma por el esfuerzo. Y al llegar al mismo borde del pórtico del cielo, San Pedro le miró con compasión. Le acarició con la punta de su bastón y le preguntó:
«¿Qué vienes a buscar tú en el cielo, pequeño caracol?»
El animalito, levantando la cabeza con un orgullo que jamás se hubiera imaginado en él, respondió:
«Vengo a buscar la inmortalidad.»
Ahora San Pedro se echó a reír francamente, aunque con ternura. Y preguntó:
«¿La inmortalidad? Y ¿qué harás tú con la inmortalidad?»
«No te rías -dijo ahora airado el caracol-. ¿Acaso no soy yo también una criatura de Dios, como los arcángeles? ¡Sí, eso soy, el arcángel caracol!»
Ahora la risa de San Pedro se volvió un poco más malintencionado e irónica:
«¿Un arcángel eres tú? Los arcángeles llevan alas de oro, escudo de plata, espada flamigera, sandalias rojas. ¿Dónde están tus alas, tu escudo, tu espada y tus sandalias?»
El caracol volvió a levantar con orgullo su cabeza y respondió:
«Están dentro de mi caparazón. Duermen. Esperan.»
«Y ¿qué esperan, si puede saberse?», arguyó San Pedro.
«Esperan el gran momento», respondió el molusco.
El portero del cielo, pensando que nuestro caracol se había vuelto loco de repente, insistió:
«¿Qué gran momento?»
«Este», respondió el caracol, y al decirlo dio un gran salto y cruzó el dintel de la puerta del paraíso, del cual ya nunca pudieron echarle.
Esta gloriosa fábula, que recoge Kazantzakís en su magnífica biografía de San Francisco de Asís, me parece una de las mejores historias que conozco sobre la dignidad humana. ¿O acaso no seremos nosotros más que los caracoles?
Pasa el hombre sus horas arrastrándose por los caminos del mundo, ¿y deja algo más que baba? Si medimos las horas de los hombres, hay en ellas mucho más de mediocridad que de heroísmo. Se diría a veces que nuestras manos se construyeron para equivocarse, que de ellas sólo sale dolor para los demás y cansancio para sus propietarios. Débiles como caracoles, cualquiera podría pisotearnos y reventaría nuestra existencia como la débil concha de los gasterópodos. ¡Y cuánto nos domina el miedo! ¡Cuántas veces nos arrinconaríamos dentro de nosotros mismos si contáramos con esa concha protectora en la que refugiarse!
Y, sin embargo, dentro están nuestras armas: las alas de oro de la inteligencia, el escudo de plata de la voluntad, la lanza viva de la palabra, las sandalias rojas del coraje. Están ahí, dentro, dormidas, casi sin usar. ¡Qué pocas veces desenvainan los hombres sus almas! Las tienen, son enormes y magníficas, resistentes al dolor, literalmente invencibles. Pero anestesiadas, atrofiadas de grasa, mojadas como paja que humea y no arde.
Duermen, pero también esperan. En el más amargado de los seres humanos flamea una bandera de esperanza. No sabe por qué espera, pero espera. Incluso cuando todo parece estar perdido, la niña esperanza grita que tal vez mañana cambie todo. No hay más razón que ese hermoso «tal vez»; no hay más base para confiar que esa palabra que a mí me parece la más hermosa de nuestro idioma: todavía. Todavía Dios nos ama, todavía estamos vivos, todavía puede el mundo cambiar, todavía alguien va a querernos, todavía, todavía. Con esa palabra en la mano el hombre es inmortal e invencible. Quienes la practican, jamás envejecen. Y es ese todavía el que nos da fuerza para arrastrarnos hasta las puertas del cielo, para llegar hasta ellas con orgullo.
Este orgullo de ser hombres no puede ser pecado, a no ser que se trate de un orgullo tan tonto que empieza por renunciar a su mejor raíz: la de pertenecer a la gran estirpe de los hijos de Alguien. Somos los «arcángeles hijos». Y no es lo importante la baba que se dejó por los caminos, sino el alma, que ningún camino nos podrá arrebatar si nosotros no nos resignamos a perderla.
Con ella tendremos derecho no a mendigar la eternidad, sino a esperarla, casi a exigirla. Si San Pedro nos juzga por el barro acumulado sobre nuestros caparazones, tendrá todas las razones del mundo para acariciarnos con compasiva ironía con la contera de su bastón: «¿Tú, pobre criatura, te atreves a esperar la eternidad? ¡Reventarías, estallarías al entrar en ella, como los aviones al traspasar la barrera del sonido! Tú, con ese pobre fuselaje de una conchita de miseria, has nacido, cuando más, para el limbo.»
No estés seguro, San Pedro: el alma del hombre es incombustible. Se construyó -no para el tiempo, sino para la eternidad- dura como el diamante.
Pero falta, eso sí, el gran salto. Sólo se realizan y se salvan los atletas, los que se atreven a vivirse, los que cada mañana y cada tarde saltan desde el sueño a la existencia. De ésos será el reino de los cielos y lo mejor del reino de la tierra: la alegría.
Ánimo, hermanos caracoles: las alas, el escudo, las sandalias y la lanza están dentro. No se ven, pero esperan. Los caracoles-atletas mostrarán un día los arcángeles invisibles que eran. Sólo falta saltar, hermanos caracoles.