(De "Razones para vivir" por José Luis Martín Descalzo)
En un viejísimo libro del siglo IV, en el que se cuentan las vidas de los Santos Padres, me encuentro la historia de aquellos dos anacoretas que vivían juntos y jamás habían tenido una discusión.
Un día uno de los dos dijo a su compañero: «Yo creo que, al menos una vez en la vida, tú y yo deberíamos tener una disputa como las tiene todo el Mundo. Así sabríamos qué es eso de reñir». A lo que su compañero respondió: «Si tu quieres, tengámosla. Pero lo malo es que yo no sé cómo empezar». «Muy sencillo -dijo el primero-. Voy a poner un ladrillo entre nosotros y después diré «Este ladrillo es mío». Y tú me contestarás: «No, me pertenece a mi». Esto nos llevará a polemizar y a disputar». Colocaron, pues, el ladrillo entre ambos. Y el primero dijo: «Esto es mío». El segundo respondió. «No, estoy seguro de que es mío». Pero el primero insistió: «No es tuyo, es mío, siempre ha sido mío». A lo que, esta vez, respondió el segundo: «Está bien. Si te pertenece, cógelo». Y así fue como los dos anacoretas no lograron pelearse.
Pienso que el candor de esta ingenua narración deja en ridículo todas nuestras disputas por varias razones.
La primera, porque demuestra que al menos el 99 por 100 de nuestras riñas surgen por tonterías que carecen de toda importancia. Si nos pusiéramos a encontrar motivos para reñir no los encontraríamos más pequeños. Pero lo absurdo es que, cuando discutimos, los temas de nuestra discusión nos parecen gigantescos, esenciales, importantísimos. Pero vistos con una leve sonrisa son, casi siempre, puras tonterías.
La segunda, porque la mayor parte de nuestra discusiones surgen de afanes de posesión. Si se borraran del diccionario las palabras «mío» y «tuyo» se acabaría la mayor parte de las polémicas entre los hombres.
Si por lo menos se descubriera que la amistad es anterior y superior al ladrillo por el que discutimos, también se terminarían las discusiones. Y lo grave es que, con frecuencia, por discutir cosas tan poco importantes como un ladrillo, ponemos en juego y aún perdemos cosas de un valor infinito: la amistad, el amor.
La tercera conclusión es la de aquel viejísimo refrán que cuenta que «dos no riñen si uno no quiere». El segundo de nuestros anacoretas lo entendía muy bien. Comenzó a discutir, pero, por fortuna, se cansó en seguida. Se dio cuenta de que la paz con su compañero valía mucho más que el aclarar quién de los dos tenía razón sobre la propiedad del ladrillo. Y así, cediendo, pareciendo ser derrotado, ganó. Ganó la amistad, que valía más que un millón de ladrillos.
A mí me gustaría pedir a todos mis amigos que, antes de comenzar a discutir, pasen por el tamiz de la ironía los motivos por los que van a discutir. Les parecerán ridículos. Y descubrirán que la amargura que deja toda polémica detrás de si es una fruta que no vale la pena probar.