(De "El joven instruido" por San Juan Bosco)
¡Si supieras, hijo mío, lo que haces cometiendo un pecado mortal! Vuelves la espalda a Dios, que te ha colmado de beneficios; desprecias su gracia y su amistad. Le dices con los hechos:
“Alejaos de mí, Señor; no quiero ya obedeceros, serviros ni reconoceros por mis ojos. Quiero que mi Dios sea ese placer, esa venganza, esa cólera, esa mala conversación, esa blasfemia...”
¿Puede imaginarse ingratitud más monstruosa? Sin embargo, esto es lo que haces ofendiendo a Dios.
Es tanto más negra esta ingratitud, cuanto que para cometerla te sirves de los mismos bienes que Dios te ha dado. Oídos, ojos, boca, lengua, pies y manos te han sido dados por Dios, y los has empleado para ofenderle.
Escucha lo que dice el Señor:
“Hijo mío, te he creado a mi imagen y semejanza; te he dado cuanto tienes; has nacido en la verdadera religión; te he concedido la gracia del bautismo; podía haberte dejado morir cuando estabas en pecado, y te conservo la vida para que no te condenes; y tú, olvidando tantos beneficios, ¿quieres servirte de esos medios, que yo te he dado, para ofenderme?”
¿Cómo no mueres de dolor ante una injuria tan enorme contra un Dios tan bueno?
Considera, además, que este Dios de bondad no deja de estar justamente irritado con tus ofensas, y que, cuanto más continúes viviendo en pecado, tanto más excitas contra ti su cólera; por lo cual debes temer que el Señor te abandone si multiplicas tus faltas. No porque te falte su misericordia, sino porque no tendrás tiempo de implorarla.
El que abusa de las gracias de Dios, no merece que El se las conceda. Grande es el número de los pecadores que vivieron en pecado con la esperanza de convertirse; pero la muerte llegó cuando menos la esperaban. Dios no les dio tiempo para reconciliarse con Él, y ahora se hallan perdidos para siempre. ¿No tiemblas al pensar que puede sucederte lo mismo?
Después de tantas culpas como Dios te ha perdonado, ¿no podría castigarte al primer pecado mortal que cometieras y precipitarte en el infierno?
Dale gracias por haberte esperado hasta ahora y toma una firme resolución, diciéndole:
“¡Oh Dios mío, cuánto os he ofendido hasta el presente! ¡Basta ya! Quiero emplear la vida que me resta en amaros, en llorar mis pecados, arrepintiéndome de ellos de todo corazón; Jesús mío, quiero amaros; dadme fuerzas. Virgen Santísima, Madre de Dios, ayudadme. Así sea”.