(De "Semillas de contemplación" por Thomas Merton)
Un árbol da gloria a Dios, ante todo, siendo un árbol. Porque al ser lo que Dios quiere que sea está imitando una idea que está en Dios y que no es distinta de la esencia de Dios, y por lo tanto un árbol imita a Dios siendo un árbol.
Cuanto más un árbol se realiza a sí mismo, tanto más se acerca a Dios. Si intentara ser otra cosa, algo que nunca estuvo destinado a ser, sería menos semejante a Dios y por ende Le daría menos gloria.
No hay dos seres creados exactamente iguales. Y su individualidad no es imperfección. Al contrario: la perfección de una cosa creada no está meramente en su conformidad con un tipo abstracto, sino en su identidad individual consigo misma. Este determinado árbol dará gloria a Dios extendiendo sus raíces en la tierra y alzando sus ramas hacia el aire y hacia la luz de un modo que antes no siguió, ni seguirá después, ningún otro árbol.
¿Imaginas que todas las cosas individuales creadas en el mundo son imperfectas tentativas de reproducir un tipo ideal que el Creador nunca logró realizar en la tierra? Si ello es así, no le dan gloria, sino que proclaman que Él no es un Creador perfecto.
Por lo tanto, todo ser particular, en su individualidad, su naturaleza y entidad concretas, con todas sus características cualidades particulares, y su inviolable identidad, da gloria a Dios al ser precisamente lo que Él quiere que sea aquí y ahora, en las circunstancias ordenadas para él por Su Amor y Su Arte infinitos.
Las formas y caracteres individuales de lo que vive y crece, de las cosas inanimadas y de los animales y flores, y de toda la naturaleza, constituyen su santidad a los ojos de Dios.
Su condición intrínseca es su santidad.
La especial belleza falta de gracia de determinado potro en este día de abril, en este campo, bajo estas nubes, es una santidad consagrada a Dios por Su propio Arte, y proclama la gloria de Dios.
Las pálidas flores del cornejo que vemos al exterior de esa ventana son santas. Las florecitas amarillas que nadie nota al borde de ese camino son santas que miran hacia la faz de Dios.
Esta hoja tiene su propio tejido y su propia trama de venas y su propia forma santa, y la lubina y la trucha que se ocultan en las profundas hoyas del río son canonizadas por su belleza y su fuerza.
Y la grande, desgarrada, medio calva montaña es otro de los santos de Dios. No hay otro como ella. Está sola en su propio carácter; ninguna otra cosa en el mundo ha imitado ni imitará jamás a Dios exactamente del mismo modo. Y esto es su santidad.
Mas ¿qué decir de ti? ¿Qué decir de mí?
A diferencia de los animales y árboles, no hay bastante para nosotros con que se cumpla la intención de nuestra naturaleza. No basta en nuestro caso el ser hombres individuales. Para nosotros santidad es más que humanidad. Si no somos nunca otra cosa que hombres, si no somos más que nuestro ser natural, no seremos santos ni podremos ofrecer a Dios la adoración de nuestra imitación, que es la santidad.
Es cierto decir que para mí la santidad consiste en ser yo mismo y para ti la santidad consiste en ser tú mismo y que, en último término, tu santidad nunca será la mía, y la mía nunca será la tuya, salvo en la caridad y la gracia comunes a los dos.
Para mí ser santo significa ser yo mismo. Por lo tanto el problema de la santidad y la salvación es en realidad el problema de descubrir quién soy yo y de encontrar mi verdadero yo.
Los árboles y los animales no tienen problemas. Dios los hace tales como son sin consultarles, y ellos están perfectamente satisfechos.
Con nosotros es distinto. Dios nos deja en libertad de ser lo que nos parezca. Podemos ser nosotros mismos o no, según nos plazca. Pero el problema es éste: puesto que Dios solo posee el secreto de mi identidad, únicamente Él puede hacerme quien soy o, mejor, únicamente Él puede hacerme quien yo seré cuando por fin empiece plenamente a ser. Las semillas plantadas en mi libertad, en cada momento, por la voluntad de Dios son las de mi propia identidad, mi propia realidad, mi propia felicidad, mi propia santidad.
Rechazarlas es rechazarlo todo: es rechazar mi propia existencia y ser; mi identidad, mi propio yo.
No aceptar, no amar ni hacer la voluntad de Dios es rehusar la plenitud de mi existencia.
Y si nunca llego a ser lo que debo ser, y permanezco siempre en lo que no soy, pasaré la eternidad contradiciéndome a mí mismo, siendo a la vez algo y nada, una vida que quiere vivir y está muerta, y una muerte que quiere estar muerta y no puede lograr su propia muerte, porque todavía tiene que existir.
Decir que nací en el pecado es decir que vine al mundo con un falso yo. Entré en la existencia bajo un signo de contradicción, siendo alguien que nunca estuve destinado a ser y, por lo tanto, una negación de lo que debería ser. Y así entré en la existencia y en la inexistencia al mismo tiempo, porque desde el comienzo fui algo que no era.
Para decir lo mismo sin paradoja: mientras no sea yo nadie más que lo que nació de mi madre, estoy tan lejos de ser la persona que debería ser, que es lo mismo que si no existiese. De hecho, sería mejor para mí no haber nacido.
Cada uno de nosotros lleva la sombra de una persona ilusoria: un falso yo.
Éste es el hombre que yo quiero ser, pero que no puede existir, porque Dios no sabe nada de él. Y serle desconocido a Dios es un aislamiento excesivo.
Mi yo falso y particular es el que quiere existir fuera del radio de la voluntad y del amor de Dios, fuera de la realidad y de la vida. Y tal yo no puede dejar de ser una ilusión.
No somos muy aptos para reconocer ilusiones; sobre todo las que nos rodean, las que nacieron con nosotros y nutren las raíces del pecado. Para la casi totalidad de los hombres no hay mayor realidad subjetiva que este su falso yo, que no puede existir. Una vida consagrada al culto de esta sombra es lo que se llama una vida de pecado.
Todo pecado empieza en la suposición de que mi falso yo, ese yo que existe tan sólo en mis propios deseos egocéntricos, es la realidad fundamental de la vida, hacia la cual todo lo demás del universo está orientado. Así, gasto mi vida intentando acumular placeres y experiencias, poder y honores, conocimientos y amor, para vestir ese falso yo y construir con su nada algo objetivamente real. Y enrollo experiencias en torno de mí mismo y me cubro de placeres y gloria como con vendas para hacerme perceptible a mí mismo y al mundo, como si fuera un cuerpo invisible que sólo puede hacerse ver cuando algo visible cubre su superficie.
Pero no hay sustancia bajo las cosas con que rae he rodeado. Soy hueco, y mi construcción de placeres y ambiciones carece de base. Estoy objetivado en ellos. Pero están todos destinados, por su misma contingencia, a ser destruidos. Y cuando desaparezcan no quedará nada de mí sino mi propia desnudez, vacío y oquedad, para decirme que soy un error.
El secreto de mi identidad está oculto en el amor y misericordia de Dios.
Pero todo lo que hay en Dios es realmente idéntico a Él mismo; pues Su infinita simplicidad no admite división ni distinción. No puedo, pues, esperar encontrarme a mí mismo en ningún sitio distinto de Él.
En último término, el único modo como puedo ser yo mismo es identificándome con Aquel en quien está oculta la razón y consumación de mi existencia.
Así, pues, sólo hay un problema del que toda mi existencia, paz y felicidad dependen: descubrirme descubriendo a Dios. Si Lo encuentro, me encontraré, y si encuentro mi verdadero yo, Lo encontraré a Él.
Pero, aunque esto parece sencillo, es en realidad inmensamente difícil. De hecho, si estoy abandonado a mí mismo, será absolutamente imposible. Pues, aunque algo puedo conocer de la existencia y naturaleza de Dios por medio de mi razón, no hay modo racional y humano de alcanzar ese contacto, esa posesión de Él que será el descubrimiento de quien es Él realmente y de Aquel en quien yo soy.
Es esto algo que ningún hombre puede lograr solo. Ni pueden todos los hombres y todas las cosas creadas ayudarlo en esta obra.
El único que puede enseñarme a hallar a Dios es Dios, Él mismo, Él solo.