La colada del lunes

(De "Caminos de oración" por Michel Quoist)

Jesús, recorriendo los caminos de Palestina, contemplaba la vida. Sobre todo la de la gente sencilla: la mujer que amasa el pan, y la que busca la moneda perdida; el herido atacado en el camino, los niños que juegan en la plaza y la viuda que llora; el sembrador y su campo, las mieses y el pastor con su rebaño... Contemplaba, admiraba. Veía ya a través de toda esta vida cómo crecían las semillas del Reino.

Jesucristo continúa hoy recorriendo nuestros caminos humanos: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el final del mundo» (Mt 28,20). Discretamente nos hace señas. Está presente donde se vive el más mínimo gesto de amor auténtico: «porque el amor es de Dios» (1 Jn 4,7). A nosotros nos toca seguir sus huellas a través de las mil pequeñas nadas que hacen fecunda una existencia, si se nutren de ese amor.

Jesús les propuso una parábola:
—Sucede con el reino de los cielos lo que con un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su campo. Es la más pequeña de todas las semillas; pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace un árbol, de suerte que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas.

Les dijo otra parábola:
—Sucede también con el reino de los cielos lo que con la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta (Mt 13,31-33).

Se levantó entonces un maestro de la ley y le dijo para tenderle una trampa:
—Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?
Jesús le contestó:
— ¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees tú?
El maestro de la ley contestó:
—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo (Lc 10,25-27).

Señor,
hoy es lunes.
He salido, y he visto flotando en las ventanas
y en los balcones,
aquí y allá, salpicando el hormigón,
como un mosaico abigarrado,
estallando en colores sobre el gris de los edificios,
la ropa tendida.

El aire hacía cantar las notas multicolores
prendidas de los alambres,
y he sentido murmurar al oído de mi corazón
la canción de la pena
y del amor:

Ropa sucia,
ropa lavada,
ropa secada,
ropa planchada, y de nuevo sucia,
para ser lavada de nuevo,
secada de nuevo,
planchada de nuevo.
Ropa del marido,
ropa del hijo,
ropa de la hija
y mía también.
Ropa de la semana, hasta la semana siguiente,
de colada en colada,
de secada en secada,
de planchada en planchada.

Señor,
esta noche te ofrezco,
en nombre de todas las que no te conocen,
de todas las que no se acuerdan de rezar,
esta ropa más blanca,
más suave,
más ligera,
esta ropa que huele a amor de madre
y a amor de esposa.

Te ofrezco todos esos gestos cotidianos,
que mil veces repetidos
tejen vidas dichosas en la sombra,
maravillosas vidas de los humildes
que saben que amar es perseverar
más allá de todo cansancio.

Escúchame, hijo mío,
te lo digo a ti
para que lo digas a tus hermanos:
El reino de los cielos se parece a una mujer
que durante toda una vida
convierte la ropa sucia en ropa limpia,
no por obra de una colada milagrosa,
sino por el milagro del amor
que se entrega cada día.