El altar

(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)

Que hermosa variedad de potencias y facultades en el hombre !Puede por el conocimiento hacer suyos los objetos que le rodean, estrellas, montañas, ríos, mares, plantas, animales, y aun los seres humanos, dándoles aposento en su mundo interior.

Puede amar las criaturas, como asimismo aborrecerlas o desecharlas; mostrarse hostil, o bien ir en su busca y atraerlas hacia sí. Puede echar mano del mundo circundante y modificarle a su placer. Olas de variados y aun opuestos afectos y sentimientos cruzan de continuo su corazón: gozo y deseo, tristeza y amor, calma y zozobra…

Pero de todas sus facultades, ninguna tan noble como la de reconocer a un ser superior, rendirle adoración y emplearse en su servicio. El hombre puede reconocer a Dios por su dueño, puede adorarle y hacer de si ofrenda «para que Él sea glorificado».

En eso consiste el sacrificio: en que la majestad de Dios resplandezca en el espíritu; en que el hombre adore esa majestad y no se deje llevar de afanes egoístas, antes bien, con perfecta abnegación ponga su estudio en que «Dios sea glorificado».

Esa facultad de sacrificar es lo más hondo del alma. En la entraña del ser humano reina aquel sosiego y claridad de donde sube a Dios la ofrenda.

Signo visible de esta recámara secretísima, sosegadísima y fortísima del hombre es el altar. Ocupa el lugar más sagrado de la iglesia, dominando, desde las gradas en que se eleva, todo el recinto del templo, que ya por su misma configuración externa difiere de las construcciones humanas y está aislado como el santuario del alma. Asiéntase en sólido pedestal, como la voluntad sincera del hombre conocedor de Dios y dispuesto a servirle. Sobre el pedestal, la «mesa», lugar apropiado para el sacrificio, llana, sin rincones, penumbras ni cosa alguna que se preste a manejos sospechosos, antes bien abierta a todas las miradas. Así, como en el corazón ha de llevarse a efecto el sacrificio: patente a los ojos de Dios, sin reservas ni segundas intenciones.

Ambos altares guardan estrecha analogía, el visible del templo y el invisible del alma. Aquél es el corazón del santuario; éste, la realidad más honda del pecho humano palpitante, del santuario interior, del cual el visible, con sus muros y bóveda, es símbolo e imagen.