¿Cómo hemos de orar?

(De "Padre Nuestro" por Mons. Tihamér Tóth)

A esta primera pregunta, es decir, cómo se ha de orar bien, podemos contestar exponiendo detenidamente el modo que han de tener la oración matutina y la vespertina. Porque estas oraciones bien hechas dan un marco sagrado a los acontecimientos de todo el día, lo que en general asegura ya una vida espiritual bien ordenada.

Veamos primeramente la oración matutina. ¿Cómo ha de ser esta oración matutina?

¿Eres niño? ¿Qué te traerá el nuevo día? Pocos pesares, muchas alegrías; tu padre y tu madre se cuidan de ti; tú no has de hacer más que rezar, para que el ángel esté a tu lado y tú seas siempre bueno con tus padres. Mira cuántos niños no tienen padre ni madre... Da gracias de tenerlos tú. ¡Cuántos niños minusválidos, ciegos, enfermos y hambrientos hay!... Da gracias por no ser uno de ellos. Y si también tú eres pobre y desamparado, reza, para que Dios siga siendo tu Padre; tu Padre bondadoso del cielo.

¿Eres joven? El nuevo día te va a traer algo que nadie puede evitar: la lucha. La lucha por tu pureza, por el cumplimiento de tus deberes, por vivir tu fe. Reza, pues para ser fuerte cuando Satanás quiera obstaculizar tu camino. Porque con toda certeza lo intentará. No pienses que su hablar será manifiesto, ni que se te representará claramente. Al contrario, se presentará astutamente, ya por medio de la adulación; ya incitándote a la rebeldía. Cuando la ardorosa sangre joven hierva en ti, dejará oír su voz siseante: “¿Cómo? ¿Qué temes? ¿Todavía te preocupas de Dios? Yo creía que ya habías dejado de ser niño.” ¡Ah, no titubees, joven! Reza cada mañana, para que no te dejes deslumbrar, para que no se empañe tu vista, para que puedas dominar tus instintos, para que puedas seguir siendo el orgullo de tu padre y no entristezcas a tu madre. ¡Reza, joven!

¿Y cómo habéis de orar vosotros, los adultos?

¿Eres hombre? Ha pasado el sueño de la noche. Piensa
ahora en los deberes que te esperan durante el día; en las gentes con quienes tendrás que tratar; en el deber que has de cumplir; en las tentaciones que te podrán sobrevenir..., y todo esto enciérralo en una oración fervorosa de diez minutos; ofrécete a Dios; ofrécete a ti mismo, a los tuyos, tus planes, tus pensamientos, tus debilidades.

¿Eres mujer? ¿Eres madre? ¡Qué difícil deber te espera en medio de tus hijos; educarlos constantemente; reprenderlos, si se portan mal; poner paz entre ellos, si discuten y riñen. Has de procurar la tranquilidad de los demás, y tú nunca puedes descansar; has de soportar el dolor sin quejarte; has de trabajar continuamente sin esperar gratitud; has de guisar en la cocina, llena de vaho y olores; y has de llevar una vida heroica en medio de las mil dificultades de la vida diaria...

Reza, pues, por todo esto. Y reza por tu marido, que está en la oficina, o que está sudando en la fábrica. Reza por tus hijos, que andan por la calle, y allí, en la escuela, y en todas partes los cercan mil peligros.

Sí; todo esto se puede meter en la oración matutina. Hay que rezar el Padrenuestro, el Avemaría, El Credo..., pero, además, hay que sostener una conversación animada, íntima y fervorosa, con Dios. La fuerza que nos infunda esta oración matutina nos acompañará durante todo el día.

¡Qué diferente será de esta manera este día! ¡Qué alegría, empuje y energía para el trabajo habrá en él, si lo empezamos de esta manera, en vez de empezarlo con un baño caliente, o leyendo el periódico, o tomando café, o acaso ya con riñas y disputas!

Empezamos y terminamos el día con oración. ¿Cómo ha de ser la oración vespertina?

Se acerca el término del día. Lentamente viene la noche, y la oscuridad lo envuelve todo, lo bueno y lo malo. Te preparas para acostarte. Consagra antes unos momentos a Dios.

¡Pero no en la cama! Sino ¡antes de acostarte! Antes de todo, dale gracias por lo que recibiste de Él. Por los bienes del cuerpo y del alma. Y también por las tribulaciones y los sufrimientos, porque mediante ellos el Señor quiso dar madurez a tu alma y aumentar tus méritos.

Después haz una pequeña cuenta. ¿Qué has hecho de bueno y de malo durante el día? Las personas con quienes tuviste que tratar —tus hijos, tus subordinados, tus amigos — ¿han sido mejores o peores por tu causa? ¿Cómo te has comportado fuera y dentro de casa? ¿Acaso has sido más grosero, rudo, indisciplinado con los tuyos que con los extraños? ¿Has cumplido tu deber? ¿Qué has sido hoy? ¿Caín? ¿David? ¿Judas? ¿Pedro? ¿Pilatos? ¿Tomás?

Arrepiéntete si has sido malo; llora si has caído; y después inclina con toda tranquilidad tu cabeza cansada en las manos cariñosas de Dios.

¡Qué diferente será la vida cuyos días empiecen y terminen con Dios!

“¡Oh, si yo supiera rezar de esta manera!”—me dice un lector. Pues a propósito de esto, quiero llamar la atención de mis lectores sobre un medio muy eficaz para aprender a rezar bien.

La oración matutina y la vespertina, practicadas con orden, pertenecen —por decirlo así— a la salud del alma y a su equilibrio armónico. Por muy bueno que sea un auto, hay que cargarlo de combustible de vez en cuando, hacerle las revisiones apropiadas y ponerlo a punto...; esto viene a ser la oración cotidiana y metódica.

El que ama su alma única e inmortal no se contenta cada mañana y cada noche con alimentarla con la oración, sino que además la somete de vez en cuando a una reparación y a un repaso general. Con todo derecho podemos dar este nombre a los ejercicios espirituales, en perfecto silencio, en los que se ofrece la mejor ocasión para examinar las pasiones y los instintos, quitar el polvo de los rincones de nuestra alma..., y de esta manera aprender a rezar.

Gracias a Dios, hoy día son muchos los seglares que han experimentado las bendiciones que se obtienen haciendo “ejercicios espirituales en silencio”.

Quien haya probado una vez siquiera la eficacia de estos ejercicios espirituales, sentirá la nostalgia de aquel dulce paraíso de paz y armonía, donde tan cerca uno se siente de Dios, y donde tan fácil se hace rezar.