Algunos métodos de oración

(De "Tiempo para Dios" por Jacques Philippe)

A la luz de todo lo anterior, diremos ahora unas breves palabras sobre los métodos empleados principalmente para hacer oración.

En muchas ocasiones no será necesario método alguno. Pero puede ser útil apoyarse en un procedimiento u otro de los que vamos a exponer.

Hagamos algunos comentarios preliminares. ¿En qué basarnos para elegir una forma de oración en lugar de otra? Creo que es un terreno en el que somos absolutamente libres. Cada uno debe optar sencilla mente por el método que le convenga, con el que se sienta cómodo y le permita crecer en amor a Dios. Solamente debemos estar pendientes de permanecer siempre, cualquiera que sea el método empleado, en el «clima espiritual» que hemos tratado de describir en estas páginas, y el Espíritu Santo nos guiará y hará el resto. También hay que ser perseverantes: independientemente del método empleado, habrá siempre momentos de aridez, y no debemos abandonar una forma de oración al cabo de unos días porque no nos da inmediatamente los frutos deseados. Sin embargo, también hemos de sentimos libres y desprendidos, y cuando el Espíritu nos impulse a dejar un modo de oración que ha sido el nuestro —y que ha sido bueno y fecundo en un período de nuestra vida—, porque ha llegado el momento de pasar a otra cosa, no tenemos que continuar apegados a nuestras costumbres.

Añadamos, por último, que se pueden combinar varios métodos: en nuestra oración puede haber una parte de meditación y unos momentos consagrados a la «oración de Jesús», por ejemplo. Sin embargo, hemos de evitar el «mariposeo»: no es conveniente cambiar cada cinco minutos de actividad: la oración debe tender a cierta inmovilidad, a cierta estabilidad que le permita llegar a ser un auténtico intercambio de amor. Los movimientos del amor son actitudes estables porque comprometen a todo el ser en la acogida de Dios y en el don de uno mismo.

La meditación

Como ya hemos tenido ocasión de decir, a partir del siglo XV la meditación figura en la base de todos los métodos de oración presentados en Occidente.

Es una práctica muy antigua, evidentemente, pues tiene sus raíces en la costumbre —constante en la Iglesia e incluso en la tradición judía que la precede— de la lectura espiritual e interiorizada de la Sagrada Escritura, que conduce a la oración, y que tiene uno de sus ejemplos más característicos en la «lectio divina» de los monasterios.

La meditación consiste, después de un tiempo de preparación más o menos largo y más o menos estructurado (ponernos en la presencia de Dios, invocar al Espíritu Santo, etc.), en tomar un texto de la Escritura o un pasaje de autor espiritual y leerlo lentamente; a continuación, hacer algunas «consideraciones» sobre él (intentar comprender lo que Dios nos dice a través de esas palabras, ver cómo aplicar las a nuestra vida, etc.), consideraciones que deben iluminar nuestra inteligencia y alimentar nuestro amor de modo que de ellas broten afectos, propósitos, etc.

Esta lectura no tiene por objeto aumentar nuestros conocimientos intelectuales, sino fortalecer nuestro amor a Dios; por tanto, debe hacerse lentamente, sin avidez. Nos detenemos en un punto en particular lo «rumiamos» mientras nos proporcione algún alimento para el alma, lo transforme en oración, en diálogo con Dios, en acción de gracias o de adoración. Luego, cuando hemos agotado ese punto determinado que es objeto de la meditación, pasamos al siguiente o continuamos leyendo el texto… Suele ser aconsejable acabar con un repaso a todo lo meditado dando gracias a Dios, pidiéndole ayuda para ponerlo en práctica, etc. Los libros que proporcionan temas y métodos de meditación son numerosos: para tener una idea de lo que se podría aconsejar en este terreno, conviene leer la hermosa carta del P. Libermann (fundador de los Spiritains) a su sobrino y también los consejos de San Francisco de Sales en su Introducción a la Vida Devota.

La ventaja de la meditación es que nos da un método accesible para empezar, no demasiado difícil de poner en práctica. Nos evita el riesgo de pereza espiritual, pues llama a la actividad personal, a la reflexión, a la voluntad, etc.

La meditación también tiene sus riesgos, pues puede llegar a ser más un ejercicio de la inteligencia que del corazón; y llegar, en ocasiones, a estar más atentos a la que hacemos sobre Dios que ¡al mismo Dios! O también a empeñamos sutilmente en el trabajo propio del espíritu por el placer que encontramos en él.

La meditación presenta además el inconveniente de que, a veces muy pronto y a veces al cabo de cierto tiempo, ¡llega a ser sencillamente imposible! El alma ya no consigue meditar, ni leer, ni hacer consideraciones, como las que hemos descrito. Generalmente, esto es una buena señal. En efecto, esta aridez indica con frecuencia que el Señor desea hacer entrar al alma en una forma de oración más pobre, aunque más pasiva y más profunda. Como ya hemos explicado, es un paso indispensable, pues la meditación nos une a Dios a través de conceptos, de imágenes, de sensaciones, pero Dios está por encima de todo ello, y en un momento dado, es preciso abandonarlos para encontrar a Dios en él mismo, más pobremente pero más esencialmente La enseñanza fundamental de san Juan de la Cruz sobre la meditación no consiste tanto en dar consejos para meditar bien, como en incitar al alma a saber abandonarla sin inquietud cuando llega el momento, y a considerar la incapacidad para meditar como una ganancia y no como una pérdida.

Para terminar, digamos que la meditación es buena, siempre que nos libre del apego al mundo, del pecado, de la tibieza, y que nos acerque a Dios. Hay que saber dejarla llegado el momento, momento que no nos corresponde decidir, por supuesto, pues es competencia de la Sabiduría divina. Añadiremos también que, incluso si no se practica la meditación como forma habitual de oración, a veces puede ser conveniente volver a ella, a la lectura y a las consideraciones, a una búsqueda más activa de Dios, si nos resulta útil para salir de cierta pereza o del relajamiento que puede sobrevenimos. Por último, si no es —o ya no es— la base de nuestra oración, la meditación, en forma de lectio divina, debe ocupar un espacio en nuestra vida espiritual; es indispensable leer frecuentemente la Sagrada Escritura o libros espirituales para alimentar nuestra inteligencia y nuestro corazón con cosas de Dios, sabiendo interrumpir la de vez en cuando para «rezar» los puntos que nos afectan particularmente.

¿Qué pensar de la meditación como medio de oración hoy día? Por supuesto, no hay razones para excluirla o desaconsejarla, siempre que sepamos evitar los escollos que hemos señalado y saquemos provecho de ella para adelantar. Sin embargo, es cierto que, a causa de la sensibilidad y del tipo de experiencia espiritual de hoy, muchas personas no se encuentran cómodas meditando y prefieren un modo de orar menos sistemático, pero más sencillo e inmediato.

La oración del corazón

En la tradición cristiana oriental, especialmente en Rusia, la vía para entrar en la vida de oración es la «Oración de Jesús» u Oración del Corazón. A lo largo de estos últimos años, esta piadosa tradición se ha extendido por Occidente, conduciendo a muchas almas a la oración interior.

Consiste en la repetición de una breve fórmula del tipo: « Jesús, Hijo del Dios vivo, ten piedad de mí pecador!»; la fórmula empleada debe incluir el nombre de Jesús, el nombre humano del Verbo. Esta forma de rezar está ligada a toda una hermosa espiritualidad del Nombre que encuentra sus raíces en la Biblia; es, pues, una tradición muy antigua. Testigo de ello es, entre otros, San Macario de Egipto, en el siglo IV:
«Las cosas más ordinarias le servían de signo para elevarse a las sobrenaturales. Recordaba a San Pacomio una costumbre de las mujeres orientales: "Cuando yo era niño, las veía masticar betel para volver dulce su saliva y eliminar el mal olor de la boca. Así debe ser para nosotros el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo: si masticamos ese nombre bendito pronunciándolo constantemente, El aporta a nuestras almas completa dulzura y nos revela las cosas celestiales; El, que es el alimento de la alegría, la fuente de la salud, la suavidad de las aguas vivas, la dulzura de todas las dulzuras; y aleja del alma cualquier mal pensamiento ese nombre del que está en los Cielos, Nuestro Señor Jesucristo, Rey de reyes, Señor de todos los señores, celestial recompensa de los que le buscan de todo corazón".»
La ventaja de esta clase de oración es que es pobre, sencilla, basada en una actitud de gran humildad. Y Oriente es testigo de que puede conducir a una intensa vida mística de unión con Dios.

Puede ser empleada en cualquier lugar y momento, incluso en medio de las ocupaciones y conducir así a la oración continua. Generalmente, se va simplificando con el tiempo y termina por no ser más que una invocación del Nombre: «Jesús», o algo muy breve: «¡te amo!», «¡piedad!», etc., según lo que el Espíritu sugiera personalmente a cada uno.

Y sobre todo —pero esto es un don gratuito de Dios y en ningún caso puede «forzarse»— desciende «de la inteligencia al corazón»; al mismo tiempo que se simplifica, se interioriza, de modo que llega a ser casi automática y permanente, como una especie de inhabitación constante del Nombre de Jesús en el corazón. El corazón reza sin cesar llevando ese Nombre con amor. Y en cierto modo, se acaba viviendo permanentemente dentro de él en compañía del Nombre de Jesús, Nombre del que proceden el amor y la paz. «Es tu nombre un perfume que se difunde» (Cant 1,3).

Evidentemente, esta «oración de Jesús» es una forma excelente de oración aunque no todos son capaces de hacerla, al menos en la forma que hemos descrito. Eso no impide, ciertamente, que sea muy recomendable orar llevando el nombre de Jesús en lo más profundo del corazón y de la memoria, pronunciándolo frecuentemente, pues por ese medio nos unimos con Dios: el nombre representa, o más bien hace presente, a la Persona.

El peligro de la «oración de Jesús» consiste en forzar las cosas: en la obligación de una repetición mecánica y agobiante que daría lugar a una tensión nerviosa. Ha de practicarse con moderación, con suavidad, sin forzar, sin pretender prolongarla más allá de lo que Dios concede, y dejándole, si así lo quiere, el cuidado de transformarla en algo más interior y más continuado. No hay que olvidar el principio que hemos enunciado desde el comienzo: la oración profunda no es el fruto de la técnica, sino una gracia.

El Rosario

Algunas personas pueden sorprenderse al vemos calificar al rosario como método de oración. Sin embargo, creo que, gracias a él (¡sin saberlo!), muchas almas han llegado a la oración contemplativa y accedido incluso a la oración continua.

El rosario es también una oración sencilla, pobre, para los pobres (¿no lo es?) y que tiene la ven taja de servir para todo: puede ser una oración comunitaria, familiar, una plegaria de intercesión (¿algo más natural que rezar una decena por alguien?). Pero, al menos para los que reciben esa gracia, puede ser también una plegaria del corazón que hace entrar en oración, de un modo análogo a la «oración de Jesús». ¿Acaso el «Ave María» no contiene además el nombre de Jesús?

En el rosario, María nos impulsa a la oración, nos da acceso a la humanidad de Jesús y nos introduce en los misterios de su Hijo; En cierto modo, nos hace participar de su oración, la más profunda que haya habido jamás.

El rosario, recitado lentamente, con recogimiento, suele tener el poder de unirnos con Dios en la comunión del corazón. ¿No nos da acceso al corazón de Jesús el corazón de María? El autor de estas líneas ha experimentado frecuentemente que, cuando le resulta difícil hacer oración, cuando le cuesta re cogerse en la presencia de Dios, le basta comenzar a rezar el rosario (sin llegar a terminarlo la mayoría de las veces...) para encontrarse enseguida en un estado de paz interior y de comunión con el Señor. Es patente que hoy, tras un período de abandono, el rosario «vuelve con fuerza» como un valioso medio de entrar en la gracia de la oración amorosa y profunda. No se trata de una moda o de un retorno a una devoción anticuada, sino de un signo de la presencia maternal de María —tan fuerte en nuestros días— que, gracias a la oración, desea conducir el corazón de todos sus hijos hacia el Padre.