(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)
Con ansia apetecemos la unión con Dios, obligados de intrínseca necesidad. Para alcanzarla, nuestra alma nos propone dos caminos que, con ser distintos, conducen al mismo fin.
El primero es el del conocimiento y amor. Conocimiento es unión. Conociendo nos adentramos en las cosas y las asimilamos. Hacémoslas propiedad nuestra, partes de nuestra vida. También amor es unión. No mera tendencia, sino unión lograda Tanto tienes cuanto amas. Pero este amor ofrece una particularidad que expresamos llamándole «espiritual». La palabra, con todo, no es adecuada, porque también el otro amor de que hablaremos más tarde es espiritual. Llamándole «espiritual» queremos aquí significar que no se efectúa la unión en la sustancia misma, sino en un movimiento de la inteligencia y del corazón.
¿Habrá de ello alguna figura externa? ¿Alguna imagen? Sí que la hay, y maravillosa: luz y ardor.
He ahí el cirio con su llama refulgente. Nuestros ojos ven la luz, la reciben, se identifican con ella, aun sin tocarla. La llama queda en su lugar, como también los ojos que la ven; con todo, de ambas cosas, llama y ojos, se ha hecho unión íntima; unión respetuosa y casta, podríamos decir. Unión sin contacto ni mixtura, puramente visual.
Semejanza profunda de aquella unión que se lleva a cabo entre Dios y el alma por el conocimiento. «Dios es la verdad», dice la Escritura. Y quien conoce la verdad, la posee en espíritu Luego Dios está en el pensamiento de quien debidamente le conoce. Dios vive en el espíritu de quien piensa en Él con verdad. Por eso, «conocer a Dios» equivale a unirse con Él, como los ojos con la llama en la visión de la luz.
Con la llama se establece unión también por el ardor, como experimentamos en el rostro y en las manos; sentimos cómo nos penetra calentando, no obstante quedar ella intacta en sí.
Eso es amor: unión por ardor con la llama divina, pero sin tocarla. Porque Dios es bueno, y quien ama el bien, lo posee ya en espíritu. Con sólo amar el bien, ya es mío; y cuanto lo amo, tanto me pertenece; pero no lo toco. «Dios es amor», dice San Juan, «y quien permanece en el amor, en Dios permanece, y Dios en él» (1 Jn 4,16). Conocer y amar a Dios significa unión con Él. Por eso la eterna bienaventuranza consiste en ver y amar. No en asistir hambriento, sino en estrechísima intimidad, satisfacción y hartura.
Vimos antes cómo la llama es imagen del alma. Ahora descubrimos que lo es también del Dios viviente, «puesto que Dios es luz, y en Él no hay tinieblas» (1 Jn 1,5). Como la llama luz, así Dios irradia verdad. Y el alma recibe en sí la verdad y por ella se une con Dios, de la misma suerte que los ojos ven la luz y por ella se unen con la llama. La llama despide ardor; así también Dios derrama bondad. Mas quien ama a Dios, hácese uno con Él en bondad, a la manera como con la llama se hacen uno mano y rostro recibiendo su cálida caricia. Pero la llama permanece en sí misma intacta, pura y noble; y así de Dios dice la Escritura que «habita en luz inaccesible» (1 Tim 6, 16).
¡Llama fúlgida y ardorosa, imagen de Dios vivo!
Ahora comprendemos por qué en la función del Sábado Santo el cirio pascual simboliza a Cristo; y por qué el diácono anuncia la llama del cirio cantando jubiloso: «Lumen Christi: luz de Cristo», y de allí se encienden las luminarias del templo, para que por todas partes brille e inflame la luz y el ardor del Dios viviente.