La fiesta del día santo de Pascua, es la fiesta mayor del cristianismo. Es más grande que Navidad. Ciertamente, en Navidad celebramos el nacimiento del Niño de Belén; mas la Pascua nos dice con certeza inconmovible que aquel Niño de Belén no era un puro hombre, como todos nosotros, sino el mismo Dios humanado, que bajó a nosotros. El milagro acaeció en la madrugada de Pascua. La resurrección de Cristo, muerto y puesto en el sepulcro, es una prueba irrefutable de su divinidad; es el fundamento granítico de todo el cristianismo.
Si el Credo acabara con este articulo: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado»; si la vida terrena de Jesucristo terminase con este acorde trágico, todo el cristianismo se derrumbaría como saco vacío, como edificio sin armazón, como casa sin fundamento.
Concedemos que, aun así, el cristianismo sería un magnífico sistema filosófico; que aun así, las enseñanzas de Cristo no dejarían de ser verdades morales y edificantes; pero ¿quién podrá observar los exigentes mandamientos de Cristo aun a costa de los mayores sacrificios? ¿Quién podría amar la santa fe cristiana hasta dar por ella la última gota de sangre, si su Fundador no hubiera sido más que un hombre —un hombre bueno, hombre sabio, hombre santo, pero hombre—, que sus enemigos pudieron escarnecer, pisotear, matar...?
Sí; si fuese éste el último artículo de nuestro Credo...
Pero no lo es. El Credo continúa. Y la continuación pregona una cosa sencillamente conmovedora, inaudita, increíble: «Al tercer día resucitó de entre los muertos».
Ya lo sintió San Pablo, y lo expresó sin rodeos; toda la fe cristiana depende de esto: ¿Ha resucitado o no ha resucitado Jesucristo? Porque «si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana vuestra fe» (I Cor 15, 14).
Realmente es así. Si Cristo no resucitó, ¿de qué me sirve a mí, hombre del siglo XX, el que un día lejano, hace mil novecientos años, haya vivido en esta tierra un hombre muy bueno, muy sabio, muy amable, que era todo amor para con los hombres, que curó a los enfermos, que perdonó a los arrepentidos...? ¿De qué me sirve todo esto si El también murió, si El también fue sepultado y también se convirtió en polvo...?
Acaso le admire como se admira a los grandes hombres, quizá le venere como solemos venerar a los hombres buenos; ¿pero amarle, adorarle, atenerme con amor abnegado a sus mandamientos, atar a Él toda mi vida? ¿Quién une su vida a un cadáver, que se deshace en polvo? Y, sin embargo, así sería si
Cristo no hubiese resucitado...
Pero ¿si ha resucitado?... ¿Qué hacer en este caso? No solamente me causa asombro por su bondad, por sus palabras maravillosas, por su vida incomparable, por sus milagros, sino que me confirmo en que lleva el sello de la divinidad, el más grande y asombroso y nunca visto: el de salir por su propia virtud de la tumba.
¿Y qué será si veo que por la fe en el Resucitado miles y millones de hombres como yo están dispuestos a dar su vida con el martirio? Si veo que desde el día en que resucitó se dan las virtudes más hermosas y heroicas entre los hombres.
Entonces no hay más solución: confesar que Cristo no puede ser un hombre cualquiera, sino que es Dios.
Así es si Cristo ha resucitado.
La resurrección de Jesucristo no es una leyenda, sino un hecho histórico. Es tan cierto y está corroborado por la palabra de tantos testigos como cualquier otro acontecimiento de la historia universal. Es un hecho histórico que el Señor murió realmente y fue sepultado. Es un hecho histórico que el día de Pascua sus amigos y enemigos estuvieron junto a su sepulcro y lo encontraron vacío. Y, finalmente, es un hecho histórico que el Señor apareció a muchos después de Pascua y les habló. Por lo tanto, vivía.
Testigos y pregoneros de la resurrección de Cristo son, no solamente los evangelistas, sino también los Apóstoles.
Primero, la pregona San Pedro en su discurso de Pentecostés; por tanto, cincuenta días después de la Resurrección. Pedro empieza a hablar en la plaza al pueblo reunido.
—¿Habéis visto a Jesús en la cruz? —preguntaría.
—Le vimos —hubo de ser la respuesta.
—¿Le habéis visto muerto?
—Le vimos.
—¿Habeís visto salir sangre y agua de su corazón, abierto por
la lanza?
—Lo vimos.
—Pues bien, yo y estos otros que están junto a mí, sus Apóstoles y discípulos, nosotros le vimos vivo después de su muerte, le vimos resucitado. «Este Jesús es a quien Dios ha resucitado, de lo que todos nosotros somos testigos» (Hech 2,32).
En el sentir de San Pedro, el hecho de la resurrección es tan conocido, que ni siquiera necesita ser probado. Habla de este hecho con naturalidad, seguro de que en Jerusalén lo sabe todo el mundo, y nadie puede aducir un argumento, una objeción contra el mismo. Y hay que caer en cuenta que el auditorio es numeroso, ya que en aquel día se convierten y bautizan tres mil personas (Hech 2,41).
De la misma manera alude a la resurrección de Cristo en la puerta del templo de Jerusalén, después de curar a un cojo (Hech 3,15). No lo prueba, únicamente lo recuerda como un hecho conocido en todo Jerusalén.
San Pablo también predica la resurrección del señor. En Antioquía habla de esta manera a los judíos: «Descolgándolo de la cruz, le pusieron en el sepulcro. Mas Dios le resucitó de entre los muertos al tercer día, y se apareció durante muchos días a aquellos que con él habían venido de Galilea, a Jerusalén, los cuales hasta el día de hoy están dando testimonio de él al pueblo» (Hech 13,29-31).
Añádase a este testimonio explícito de la Sagrada Escritura el cambio tan inesperado que experimentaron los Apóstoles. También es prueba elocuente de la resurrección real de Jesucristo.
Todos conocemos la postración moral que produjo en los Apóstoles la muerte del Señor, su trágico fin.
Y, de repente, irrumpe en estos hombres cobardes, miedosos, desalentados, un heroísmo capaz de llevarlos al martirio. Los que hace poco estaban escondidos con las puertas cerradas, ahora salen a las plazas y calles para predicar, y retan con valentía a los príncipes de los sacerdotes, que les prohíben hablar.
¿Cómo se comprende este cambio si Cristo no ha resucitado? ¿Puede un muerto tener tal influencia? No hay efecto sin causa. Y es un hecho real e indudable que los Apóstoles, estos sencillos pescadores, promovieron por todas partes, en el campo religioso, moral, social e intelectual del mundo, una tal transformación —una tal revolución—, que no se registra cosa parecida en la historia
universal.
¿Cómo se explica si Cristo no ha resucitado? Realmente, si aun se puede dudar de la resurrección de Cristo, no hay hecho «histórico» que pueda mantenerse firme.
Al ponderar estas razones que corroboran nuestra fe en la resurrección de Cristo, nos parecen cada vez más inútiles y torpes los ensayos y esfuerzos que hacen los enemigos de Cristo para desvirtuar este hecho, realmente incontrastable.
A) Antes de todo, no saben qué hacer con el sepulcro vacío de Cristo.
Las afanosas mujeres, que en la mañana de Pascua quisieron tributar los últimos honores al cadáver de Jesús, encontraron el sepulcro vacío. Alarmadas lo notificaron a los Apóstoles; enseguida fueron al sepulcro Juan y Pedro, y lo encontraron también vacío (Jn 20,8).
Los príncipes de los sacerdotes quedaron desconcertados; esto prueba que ya no estaba en el sepulcro el cuerpo del Salvador, pues ellos hubieran podido desvanecer fácilmente los rumores que corrían respecto de la resurrección, si hubiesen podido enseñar el cadáver del Crucificado.
El sepulcro, pues, estaba realmente vacío. Pero ¿cómo se vació? ¿Dónde estaba el cadáver?
a) Lo hurtaron... Esto pudo ser una explicación. Los sacerdotes enseguida la tomaron para no tener que admitir que hubiese resucitado, y dieron dinero a los soldados que guardaban el sepulcro para que pregonasen por doquier: «Mientras nosotros dormíamos, vinieron los discípulos de Cristo y robaron el cadáver.»
¡Cuántas contradicciones en esta sola frase! ¡Los discípulos, miedosos y dispersos, de repente cobran ánimo y se atreven a franquear los soldados que guardan el sepulcro! Si los soldados dormían, ¿cómo pudieron ver que eran los Apóstoles quienes hurtaron el cadáver? Y, si no dormían, ¿por qué consintieron que lo robasen?
Además, si los soldados se durmieron en vez de montar la guardia, ¿cómo es que estos soldados romanos, los soldados más disciplinados del mundo, no recibieron castigo? Y leemos que en vez de castigo recibieron dinero, ¡dinero en abundancia!
b) Los mismos enemigos de la resurrección sintieron el peso de estas dificultades, y por esto acudieron a otra explicación: Cristo murió sólo en apariencia; la frescura del sepulcro hizo que recobrase los sentidos, y El mismo salió de allí.
Es una explicación peor que la anterior.
Porque, antes de todo, es un hecho cierto que Cristo murió realmente y no sólo en apariencia.
¿Murió Cristo? Casi estoy tentado de contestar: nunca murió un hombre más de veras que Jesucristo. Ya en el camino de la cruz parece una sombra que va titubeando, un hombre medio muerto que sangra por mil heridas. Y después, durante la crucifixión, sangra más profusamente al ser taladrado de pies y manos; la lanza del soldado que atraviesa su corazón le abre la quinta llaga. Después de sepultado, sellan su sepulcro con una gran piedra y lo guardan soldados. Realmente, en aquellas horas
se hizo todo lo posible para quitarse de encima al profeta desagradable.
Pero imaginémonos que Cristo medio muerto, pálido, con rigidez cadavérica en su rostro, logra escaparse del sepulcro. Imaginémonos que, al fin, puede llegar a unirse con sus discípulos; que éstos le ponen vendas y le cuidan; si muere por efecto de todas sus llagas, y aunque no muera, ¿es posible psicológicamente pensar que este fin miserable suscite aquella impresión sin igual que se manifiesta en el espíritu de los Apóstoles?
B) La fe de los Apóstoles en la resurrección es producto de la fantasía y de una alucinación colectiva. Con esta explicación pretenden escapar otros de la enorme fuerza probatoria de la resurrección.
a) Pero ¿quién puede tomar en serio esta escapatoria? El sepulcro mismo de Jerusalén destruye con el peso de la realidad tangible toda sospecha de visión o de alucinación. Si el sepulcro no estuviera vacío, si lo cubriera aún la pesada losa y debajo de ella se encontrara el cadáver, entonces sería imposible toda ilusión.
b) Además, en nuestro caso, faltaban las condiciones más elementales para que se dé una alucinación.
¿Quiénes suelen tener visiones y alucinaciones? Aquellos que esperan algo con impaciencia. Cuando ya es hora de que llegue el invitado, y éste no llega, oímos a cada instante sus pasos: «Ahora viene...», y, sin embargo, no viene.
Pues bien, los Apóstoles estaban muy lejos de esperar la resurrección de Cristo. Aún más, cuando las mujeres les llevaron la primera noticia, ni aun quisieron creerla. Los discípulos de Emaús la consideran, todavía por la noche, como noticia de mujeres «sobresaltadas», fantasiosas. Y Tomás no la cree, aun cuando todos los demás Apóstoles vieron al Resucitado.
Tan poco dispuestos están para visiones, que no reconocen al Señor cuando se les aparece. Magdalena cree que es un hortelano; los discípulos de Emaús creen que es un peregrino.
Además, la alucinación puede darse en gente nerviosa y aprensiva, no para pescadores curtidos al aire libre.
c) Y si Cristo resucitado no hubiese aparecido más que una o dos veces, podría discutirse todavía si no era más que una visión o un espectro. Pero apareció varias veces durante cuarenta días. Se le apareció a San Pedro. Se apareció a María Magdalena. Se apareció a las piadosas mujeres Se apareció a los diez Apóstoles —no faltando más que Tomás—. Después se aparece a los once apóstoles, con Tomás incluido. Y San Pablo, al escribir a los fieles de Corinto, afirma que entre ellos viven todavía muchos hombres que vieron con sus propios ojos al Cristo resucitado (I Cor 15, 6).
¿Es posible probar mejor un hecho histórico? Si unos pocos hombres pueden ser engañados por una visión, ¿es posible que quinientos hombres vean a la vez a Jesucristo? ¿Pueden quinientos hombres tener la misma alucinación? Por otra parte, cuarenta días después, el día de la Ascensión, cesan de repente todas las apariciones. ¿Por qué, cuando las disposiciones psicológicas siguen como antes?
La Resurrección de Cristo es, pues, un hecho histórico. Testigos son las piadosas mujeres que se dirigen al sepulcro, que al ver el sepulcro vacío, cualquier explicación admiten (“se han llevado el cadáver”), menos que haya resucitado el Señor. Testigos son los Apóstoles, que al principio recibieron con dudas la noticia; pero cuando comprobaron con sus propios ojos, oídos y manos la realidad, dieron su vida por la dar testimonio de la Resurrección. Testimonio es la multitud de los primeros cristianos, a quienes se les apareció el Señor después de la Resurrección. Y testimonio es la vida diecinueve veces secular de la Santa Madre Iglesia. Porque al contemplar el heroísmo de los mártires, la elevación moral y la fe invicta que brota de la fe en la Resurrección, podemos preguntar con derecho: Si Cristo no ha resucitado, si su cuerpo se deshizo como todos en el fondo del sepulcro, ¿cómo se explican todas estas cosas? ¿Quién va a creer que un muerto sea capaz de realizar estas maravillas?
La Resurrección de Cristo es la corona de su obra, la última garantía de que El era realmente Hijo de Dios. Cuando estaba pendiente en la cruz, sus enemigos se burlaban de El con estas palabras: «A otros ha salvado, y no puede salvarse a sí mismo; si es el Rey de Israel, baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27,42). Pues bien, Cristo da una prueba aún mayor de su divinidad. No baja de la cruz, sino que sale vivo del sepulcro sellado.
Es domingo por la noche, noche de Pascua. Los Apóstoles están reunidos; no faltan más que dos: Judas, el desgraciado traidor, y Tomás. No sabemos dónde estaba Tomás. El ambiente es de oración, de preocupación. El cadáver de Cristo ha desaparecido; los príncipes de los sacerdotes han hecho correr por toda la ciudad la noticia de que los discípulos lo habían robado. No es prudente salir a la calle en tales circunstancias. Sólo puede tranquilizarlos el tener la puerta cerrada. ¿Qué sucederá ahora? ¿Qué será de los planes de Cristo? ¿Cómo van a conquistar el mundo estos pescadores tan temerosos?
Y entonces..., entonces... aparece de repente Cristo. Las puertas permanecen cerradas; pero Cristo está allí, en medio de ellos. «¡Soy yo, no temáis!» Como si dijera: «Se acabó el temor y el pesimismo. Soy yo, vivo. Yo, que necesito soldados y mártires que me confiesen delante del mundo.»
Y «se llenaron de gozo los discípulos al ver al Señor» (Jn 20,20) —dice la Sagrada Escritura— y una nueva fuerza invadió sus espíritus decaídos.
Y desde entonces la figura gloriosa del Cristo resucitado es la fuente de nuevas fuerzas también para nosotros.
Millones de fieles repiten a diario jubilosamente este artículo de nuestro Credo: «Al tercer día resucitó de entre los muertos...».
Sí; Cristo vive. Cristo es una realidad viva. No es leyenda; no es un mito, no es un símbolo. El mismo Cristo que andaba por los caminos de la Palestina, sigue andando aun hoy por los caminos del mundo. El mismo Cristo, que hace mil novecientos años habló a los habitantes de Tierra Santa, nos habla aun hoy día con la palma de la victoria alcanzada sobre la muerte: nos habla, nos consuela, nos conforta, nos ilumina y ayuda..., nos espera en la patria eterna.
Durante meses, el frío invierno ha tenido aprisionada la tierra; pero he ahí que hoy brota por doquier la pujante fuerza de la vida primaveral. Encerraron en un sepulcro de piedra a Cristo muerto; mas hoy resucita para una vida nueva. También yo, cuando muera y sea sepultado, resucitaré para la primavera eterna.
Este es el dulce consuelo del milagro pascual.