En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:
-¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?
Ellos contestaron:
-Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.
Él les preguntó:
-Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
-Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le respondió:
-¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo.
Ahora te digo yo:
Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.
REFLEXIÓN (de la homilía del Papa Juan Pablo II del 29 de junio de 2000):
Jesús responde a la confesión de Pedro: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo".
¡Dichoso tú, Pedro! Dichoso, porque esta verdad, que es central en la fe de la Iglesia, no podía ser fruto de tu conocimiento de hombre, sino obra de Dios. "Nadie -dijo Jesús- conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11, 27).
Reflexionemos en esta página singularmente densa del Evangelio: el Verbo encarnado había revelado al Padre a sus discípulos; ahora llega el momento en que el mismo Padre les revela a su Hijo unigénito. Pedro acoge la iluminación interior y proclama con valentía: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Estas palabras en los labios de Pedro provienen de lo más profundo del misterio de Dios; revelan la verdad íntima, la vida misma de Dios. Y Pedro, bajo la acción del Espíritu divino, se convierte en testigo y confesor de esta verdad sobrehumana. Así, su profesión de fe constituye la base sólida de la fe de la Iglesia: "Sobre ti edificaré mi Iglesia". La Iglesia de Cristo está edificada sobre la fe y sobre la fidelidad de Pedro.
La primera comunidad cristiana era muy consciente de ello y, como narran los Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro se encontraba en la cárcel, se reunió para elevar a Dios una oración ferviente por él. Fue escuchada, porque la presencia de Pedro era aún necesaria para la comunidad que daba sus primeros pasos: el Señor envió a su ángel para liberarlo de las manos de sus perseguidores. Estaba escrito en los designios de Dios que Pedro, después de confirmar por mucho tiempo en la fe a sus hermanos, sufriría el martirio aquí, en Roma, juntamente con Pablo, el Apóstol de las gentes, quien también había escapado muchas veces de la muerte.
"El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles" (2 Tm 4,17). En la segunda lectura hemos escuchado estas palabras, que san Pablo dirigió a su fiel discípulo Timoteo. Testimonian la obra que el Señor realizó en él, a quien había elegido como ministro del Evangelio, "alcanzándolo" en el camino de Damasco.
Envuelto en una luz deslumbrante, el Señor se le apareció diciéndole: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" (Hch 9,4), mientras una fuerza misteriosa lo arrojaba al suelo. "¿Quién eres, Señor?", había preguntado Saulo.
"Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9,5). Esta fue la respuesta de Cristo. Saulo perseguía a los seguidores de Jesús, y Jesús le hacía saber que, en ellos, lo perseguía a él mismo, a Jesús de Nazaret, el Crucificado, de quien los cristianos afirmaban que había resucitado. Si Saulo experimentaba en ese momento su poderosa presencia, era evidente que Dios lo había resucitado realmente de entre los muertos. Era precisamente él el Mesías esperado por Israel, era él el Cristo vivo y presente en la Iglesia y en el mundo.
¿Podía comprender Saulo únicamente con su razón todo lo que implicaba ese acontecimiento? Ciertamente, no. En efecto, formaba parte de los designios misteriosos de Dios. El Padre dará a Pablo la gracia de conocer el misterio de la redención, realizada en Cristo. Dios le permitirá comprender la estupenda realidad de la Iglesia, que vive por Cristo, con Cristo y en Cristo. Y él, partícipe de esta verdad, no dejará de proclamarla incansablemente hasta los últimos confines de la tierra.
Pablo comenzará en Damasco su itinerario apostólico, que lo llevará a difundir el Evangelio en muchas partes del mundo entonces conocido. Así, su impulso misionero contribuirá al cumplimiento del mandato que Cristo dio a los Apóstoles: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes..." (Mt 28,19).
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¡Dichoso tú, Pedro! Dichoso, porque esta verdad, que es central en la fe de la Iglesia, no podía ser fruto de tu conocimiento de hombre, sino obra de Dios. "Nadie -dijo Jesús- conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11, 27).
Reflexionemos en esta página singularmente densa del Evangelio: el Verbo encarnado había revelado al Padre a sus discípulos; ahora llega el momento en que el mismo Padre les revela a su Hijo unigénito. Pedro acoge la iluminación interior y proclama con valentía: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Estas palabras en los labios de Pedro provienen de lo más profundo del misterio de Dios; revelan la verdad íntima, la vida misma de Dios. Y Pedro, bajo la acción del Espíritu divino, se convierte en testigo y confesor de esta verdad sobrehumana. Así, su profesión de fe constituye la base sólida de la fe de la Iglesia: "Sobre ti edificaré mi Iglesia". La Iglesia de Cristo está edificada sobre la fe y sobre la fidelidad de Pedro.
La primera comunidad cristiana era muy consciente de ello y, como narran los Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro se encontraba en la cárcel, se reunió para elevar a Dios una oración ferviente por él. Fue escuchada, porque la presencia de Pedro era aún necesaria para la comunidad que daba sus primeros pasos: el Señor envió a su ángel para liberarlo de las manos de sus perseguidores. Estaba escrito en los designios de Dios que Pedro, después de confirmar por mucho tiempo en la fe a sus hermanos, sufriría el martirio aquí, en Roma, juntamente con Pablo, el Apóstol de las gentes, quien también había escapado muchas veces de la muerte.
"El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles" (2 Tm 4,17). En la segunda lectura hemos escuchado estas palabras, que san Pablo dirigió a su fiel discípulo Timoteo. Testimonian la obra que el Señor realizó en él, a quien había elegido como ministro del Evangelio, "alcanzándolo" en el camino de Damasco.
Envuelto en una luz deslumbrante, el Señor se le apareció diciéndole: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" (Hch 9,4), mientras una fuerza misteriosa lo arrojaba al suelo. "¿Quién eres, Señor?", había preguntado Saulo.
"Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9,5). Esta fue la respuesta de Cristo. Saulo perseguía a los seguidores de Jesús, y Jesús le hacía saber que, en ellos, lo perseguía a él mismo, a Jesús de Nazaret, el Crucificado, de quien los cristianos afirmaban que había resucitado. Si Saulo experimentaba en ese momento su poderosa presencia, era evidente que Dios lo había resucitado realmente de entre los muertos. Era precisamente él el Mesías esperado por Israel, era él el Cristo vivo y presente en la Iglesia y en el mundo.
¿Podía comprender Saulo únicamente con su razón todo lo que implicaba ese acontecimiento? Ciertamente, no. En efecto, formaba parte de los designios misteriosos de Dios. El Padre dará a Pablo la gracia de conocer el misterio de la redención, realizada en Cristo. Dios le permitirá comprender la estupenda realidad de la Iglesia, que vive por Cristo, con Cristo y en Cristo. Y él, partícipe de esta verdad, no dejará de proclamarla incansablemente hasta los últimos confines de la tierra.
Pablo comenzará en Damasco su itinerario apostólico, que lo llevará a difundir el Evangelio en muchas partes del mundo entonces conocido. Así, su impulso misionero contribuirá al cumplimiento del mandato que Cristo dio a los Apóstoles: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes..." (Mt 28,19).
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