Desde la Cruz, en alto, con un grito, diste cara a la muerte
(un solo grito, que sepamos, a lo largo de Tu vida mortal;
una gran voz, registrada con asombro por los Evangelistas,
que acaso nunca llegaron a comprender cómo un hombre
a quien momentos antes habían visto morder con ansia el último resuello
un cuerpo agonizante,
a punto casi de soltar amarras,
casi en la orilla, casi en la frontera,
pudiese todavía blandir como una espada su clamor victorioso):
Tu grito, proyectado
hacia los cuatro puntos cardinales,
para dar testimonio de Ti mismo,
para que nadie se llamase a engaño
y fuesen a creer que Tu verdad hiriente iba a morir contigo clavada y desangrada.
Ya nunca volverá a haber silencio sobre la Tierra, nunca
paz, que ese grito Tuyo
resuena desde entonces, ensordece desde entonces el mundo,
traspasando como un acero al rojo las edades, los siglos.
Es inútil. Lo oímos,
seguimos escuchándole;
inútil resistirse,
taparse las orejas con cera,
atronar las ciudades con sirenas de fábrica, bocinas, altavoces y guitarras eléctricas,
esconder la cabeza debajo de la manta,
o caer, como en un tobogán, hasta el fondo de un vaso de ginebra.
Huid de ese obstinado grito que irremediablemente nos acosa;
lo mismo da: ya nadie, haga lo que haga,
podrá dejar de oírle,
nadie encontrar la paz, dormir tranquilamente,
podar rosales o pintar de verde las ventanas de su chalet de veraneo,
pasar los fines de semana esquiando en la Sierra
o calcular los intereses de su cuenta corriente.
Porque Tu grito está ahí, incólume, clavado
en medio de la Tierra,
hiriendo, flagelando:
Tu poderoso grito que nos despierta a altas horas de la noche con el corazón oprimido
y nos obliga a levantar las palmas y mirar con horror nuestras manos vacías,
a contemplar con horror ante el espejo nuestros ojos
donde todavía no ha brillado una sola vez el amor.