El grito

(De "Razones para el amor" por el sacerdote, periodista y escritor español José Luis Martín Descalzo (1930-1991))

Son muchos los cristianos a quienes, a lo largo de los siglos, ha intrigado y angustiado el grito en que Jesús prorrumpid segundos antes de morir. Un grito que debió de ser impresionante porque lo recuerdan y subrayan tres de los cuatro evangelistas y hasta San Pablo habla de él en una de sus epístolas. Marcos dice que «Jesús, dando un gran grito, expiró». Mateo cuenta que «habiendo gritado de nuevo con gran voz, entregó su espíritu». Para Lucas es la séptima palabra de Cristo -«Padre, en tus manos en- comiendo mi espíritu»- la que dice a gritos el agonizante. Pablo pone ese momento como uno de los ejes de la vida de Cristo: «Habiendo ofrecido, en los días de su vida mortal, oraciones y súplicas con un gran grito y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte ... »

¿Y por qué ese grita cuando era ya la hora de acabar, cuando no le quedaba por cumplir más que la formalidad de la muerte, cuando regresaba, con su tarea cumplida y las manos llenas, a la casa de su Padre? Es realmente desconcertante. Jesús no habla gritado en la flagelación ni en la coronación de espinas. No sabemos que gritase en la crucifixión. ¿Por qué grita ahora, que ya sólo le falta inclinar la cabeza y morir? Al otro lado -ha recordado Peguy- le esperaba su Padre para abrazarle al fin, le aguardaban los ángeles para lavar sus llagas vivas, se preparaba la corte celestial para cantar su gloria eterna. ¿Y grita? ¿Grita precisamente ahora?

Durante siglos las generaciones le echarán en cara ese grito. En los «catecismos» hitlerianos se explicaba a los niños la «vergonzosa» muerte de un Cristo aterrado en comparación con el heroísmo sonriente con que morían por la patria los jóvenes nazis. Y nunca ha faltado alguien que recuerde que los genios o los mártires murieron «mejor». Sócrates bebió más tranquilo su cicuta. San Policarpo daba la bienvenida a los soldados que llegaban a arrestarlo. San Ignacio de Antioquía sólo tenía un miedo: que sus bienintencionados amigos lograsen salvarle de la muerte. Santo Tomás Moro bromeaba en el mismo patíbulo pidiendo a su verdugo que le ayudase a subir «porque, para bajar, ya se las arreglaría solo», y explicaba al soldado que no golpeara con el hacha hasta que él no se hubiera colocado bien la barba, ya que «ésta no había ofendido a su majestad y no merecía ser cortada». ¿Es que Cristo tuvo menos entereza que sus sucesores?

Una de las religiosas de los Diálogos de carmelitas, de Bernanos, explica que «los mártires estaban sostenidos por Cristo, pero él no tenía nadie que le ayudase, ya que todo socorro y toda misericordia provienen de él. Ningún ser vivo entró jamás en la muerte tan solo y tan desarmado». Y la respuesta es hermosa y profunda. Pero temo que no llegue a ser satisfactoria. Será, pues, preferible tomar ese grito por las solapas y preguntarnos de dónde proviene.

No de la desesperación, desde luego. ¿Qué desesperación extraña sería esa de alguien que grita al mismo tiempo que deposita confiado su espíritu y su cabeza en las manos del Padre? Entonces, ¿del dolor físico? Tampoco es verosímil.  Hubo en la pasión de Cristo al menos diez ocasiones en las que el dolor fue más intenso que en ese último instante en el que el Crucificado no tenía ya fuerzas ni para sufrir. ¿Tal vez de la duda de lo que pudiera haber -o no haber- al otro lado? Nadie jamás supo como él lo que hay al otro lado porque nadie estuvo «antes» allí.

¿Del miedo a la muerte, entonces? ¡Qué ingenuos y poco humanos son los que creen que la fe es una morfina para el miedo a morir! ¿Quién, por mucho que sepa de otra vida más grande, no temblará ante el desgarrón del alma y el querido cuerpo? Ser hombre es aceptar el riesgo de la eternidad y el centro de ese riesgo es la muerte. ¿Cómo cruzarla sin que todo en el interior se ponga en pie y se subleve ante la gran jugada? ¿No tiembla y goza, al mismo tiempo, el atleta en el momento de batir un récord? ¿Cómo -por hermosos que sean los paisajes celestes- no sentir que algo se quiebra al perder este querido sol, las nubes y los montes en que anidó nuestra alma? Jesús era hombre total. Le gustaba ser hombre. Estaba a gusto siéndolo. Este miedo de ahora lo certifica. No era un titán insensible. La eternidad no le impedía amar este pequeño y adorable tiempo. Durante treinta y tres años su divinidad había convivido con la fugitividad de lo transitorio.

Y había convivido bien. Ahora sentía -como en la llama de amor vivo, de San Juan de la Cruz- que se rompía la tela de este dulce encuentro. Al regresar tres días después, reencontrarla a este querido cuerpo-compañero, pero alma y cuerpo estarían ya entonces subidos para siempre en el escabel de la resurrección. Sí, lo sabia muy bien: moría por su voluntad, pero no por su gusto.

Pero su muerte, además, era más que una muerte. Eran muchas reunidas. Quien tiene que compartir la muerte de todos, muere «más» que el que sólo muere la propia.

Ya la propia de Jesús era más honda que las nuestras. Porque -la frase es de Guardini- «el aniquilamiento es tanto mayor cuanto más es lo que aniquila. Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como él, porque era la misma pureza. Nadie ha caldo tan hondo en la nada, porque era el Hijo de Dios». Nosotros apenas morimos: pasarnos de dormidos a muertos, de semimuertos a difuntos. La vida ha ido arrebatándonos trozos de alma. Cuando la muerte llega, apenas tiene ya nada que llevarse. Pero él estaba entero. ¡Qué derrumbamiento! ¿Cómo no gritar ante él? A nosotros el mismo mal nos endurece, nos va cubriendo de sucesivas costras, corno un caparazón. Pero ¿y su corazón inerme y desprotegido por su propia pureza?

Pero aún no hemos dicho lo fundamental: lo grave no es morir, sino morir inútilmente. ¿Vio él desde su cruz los frutos de su pasión? ¿Extendió Satanás ante su vista como un gran mapa la realidad del mundo después de su redención? El Evangelio de Lucas, tras las tentaciones en el desierto, añade una feroz apostilla: «El demonio se retiró hasta otra ocasión.» ¿Fue tal vez ahora cuando vino «el príncipe de este mundo»? ¿Llegó al mismo tiempo que la muerte para mostrarle para cuántos moriría en vano, él, que soñaba ser el redentor de todos? ¿Vio desde la cruz la mediocridad de su elegidos, las falsificaciones de su Evangelio, las mixtificaciones y componendas de los hombres de Iglesia, la violencia de los violentos, el imperio de la mentira las divisiones entre cristianos, las risas de los listos de este mundo, la carne vendida en los mercados de la noche, el llanto de los inocentes oprimidos, las falsas palabras de los «redentores del pueblo», vio el odio circulando por los corazones como un sapo negro y el hambre de dinero resbalando por debajo de las puertas de todas las almas? ¿Vio acaso el infierno de los que cerraban a cal y canto sus vidas a la llamada de su amor?,¿Comprendió que él, con su muerte, darla un sentido al dolor de los hombres, pero no conseguiría impedir que los hombres sufriesen? ¿Atronó sus oídos el llanto de los hospitales? ¿Sintió congelarse su alma ante el frío latigazo de la indiferencia?

¡Cómo no iba a gritar! Gritó, gritó. Y su grito sigue ahí, taladrando las paredes de la eternidad. Y los hombres inventan un mar de ruidos y de estruendos para no oír su grito. Nadie lo escucha, apagado por los televisores, amortiguado por las guitarras eléctricas, cloroformizado por las risas de un mundo que no quiere oír los llantos de los hombres y mucho menos el llanto de un Dios.

Hay que guardar silencio para oír ese grito. Hay que amar para oírlo. Como esa madre que, a esta misma hora, se inclina sobre la cama de hospital donde ha dejado de latir hace unos momentos el corazón de su hijo, y aun aterrada también ella por el ala negra de la muerte, ofrece a Dios lo único que le queda: su llanto, y oye, entonces, a la gran voz que creó los cielos y la tierra, a la voz que en la cruz desgarró el velo del templo e hizo temblar al mundo, que le repite ahora: «Perdóname, perdóname, tal vez he muerto poco. Pero un día también tú comprenderás que, si no pude libraros de la muerte, hice lo que podía: partirla como un pan con vosotros. Lo entenderás un día. Ahora sólo pido tu perdón. Perdóname.»