(De "Los signos sagrados" por Romano Guardini)
Si bien cada hora del día tiene sus rasgos propios, hay tres que nos miran con rostro particularmente radiante: la mañana, la noche y el mediodía. Y todas tres son sagradas.
a) La mañana
El semblante de la mañana resalta por su claridad y vigor.entre todas las horas del día. Es el preludio. Cada mañana se renueva el misterio del nacimiento. Despertados del sueño que remozó nuestra vida, comprobamos clara y distintamente: «Sigo viviendo; soy» Y nuestro ser, rejuvenecido, entra en oración. Vuelto al origen de donde procede, le dice: «Oh Dios, que me criaste, gracias te doy por la vida que me otorgas. Gracias también por lo que soy y tengo». Y la vida renovada, comprobando sus energías, tiende a obrar. Cara al día que comienza y a sus tareas, dirige al cielo esta plegaria: «Señor, en tu nombre y con tu favor comienzo la jornada. ¡Deseo consumarla en tu servicio!»
Tal es la hora sagrada de la mañana. Renace la vida; y, consciente de existir, presenta al Señor la gratitud sincera de la criatura; apréstase a luchar de nuevo y comienza la faena cotidiana, reconociendo su origen divino e invocando el favor de Dios.
¿Ves cuántas cosas dependen de esta primera hora del día? Es su preludio; mas hay quienes le inician sin preludiar, deslizándose por él distraídos e irresolutos. Pero entonces ya no es el día una «jornada, sino un jirón de tiempo, desprovisto de semblante. Un día es un camino que requiere dirección. Un día es una obra que ha menester voluntad resuelta. Un día es tu vida entera Tu vida es como un día, mas es preciso darle un semblante.
Voluntad, dirección y faz serena vuelta a Dios: he ahí lo que representa la mañana.
b) La noche
También la noche encierra un misterio: el de la muerte. Cumplida la jornada, el hombre se dispone a entrar en el silencio del sueño. Por la mañana, la vida renovada hacía alarde de vigor; pero al anochecer siéntese rendida y exige reposo. Y durante las horas que preceden al sueño está sonando el misterio de la muerte. A menudo no le oímos, por estar nosotros interiormente dominados de las especies del día transcurrido o acuciados de deseos y proyectos para el siguiente. Percíbesele a las veces muy quedo, como lejano presentimiento. Noches hay, con todo, en que sentimos declinar la vida hacia aquella densa oscuridad «en que ya nadie puede obrar» (Jn. 9,4).
Y es de suma consecuencia que entendamos ese misterio de la muerte. Porque morir no significa simplemente cumplirse el plazo de los días. Morir es el postrer esfuerzo de la vida, su acto supremo y decisivo. Lo que sucede en vida, ya de un pueblo, ya de un individuo, no queda ultimado y concluso Todo depende de lo que ellos estén dispuestos a hacer. Según la resolución que tomen, cabe aún que de lo pasado resulte algo nuevo, ora en provecho, ora en daño suyo. Imagina, por ejemplo, que sobre un pueblo vino una gran desgracia. Lo acaecido no vuelve atrás, ciertamente; pero está inconcluso. Demos ahora que el pueblo se abandone a la desesperación, o bien que, enmendando el yerro, comience de nuevo. Con esto quedará definitivamente ultimado lo acaecido tiempo atrás.
Viniendo a nuestro caso, decimos que el significado más profundo de la muerte consiste en ser ella la postrera palabra que pronuncia el hombre sobre su pasada vida, la fisonomía definitiva que le imprime. Es el momento supremo en que se le ofrece al hombre una tremenda disyuntiva: o bien se resuelve a repasar por última vez la vida entera; y entonces el fuego de la contrición purifica las faltas cometidas, y el agradecimiento y la humildad atribuyen a Dios la gloria del bien que se hizo, yendo todo a parar en una entrega sin reservas en las manos de Dios; o bien, descorazonado, deja el mortal escurrir la vida en un acabamiento sin dignidad ni fortaleza. Pero entonces no tiene ella propiamente fin; fenece sin más. Y no le queda forma ni fisonomía.
Aquí estriba el sublime «arte de morir»: el arte de cifrar todo lo pasado en un «sí» único, dado a Dios. Mira, pues, de ejercitarte cada noche en ese arte de dar a tu vida un remate verdadero que preste a lo pasado valor decisivo y rasgos de eternidad.
El anochecer es la hora de dar la última mano a las cosas. Nos hallamos ante Dios, previendo que algún día nos hemos de encontrar con Él cara a cara para rendir la última cuenta. Bien palpamos el contenido de la palabra «sucedió»: el bien; el mal; pérdidas y despilfarros. Puestos en la presencia de Aquel «para quien todas las cosas viven», tanto las pasadas como las venideras, de Aquel que tiene virtud para devolver al corazón contrito aun los méritos perdidos, demos al día que muere un semblante definitivo. Por las malas obras, arrepentimiento que las «enmiende» por las buenas, gratitud humilde y sincera, que las despoje de toda vanidad; cuanto a lo dudoso, imperfecto, mezquino y turbio, confianza incondicional que lo anegue todo en el amor todopoderoso del Señor.
c) El mediodía
Por la mañana resurge la vida, asciende primero risueña y con brío, luego un tanto perezosa y lenta por el cúmulo de obstáculos que la entorpecen. Alcanzado al fin el punto culminan~e del mediodía, reposa breve espacio de tiempo Comienza luego el descenso. La fatiga le va haciendo desmayar, hasta que, tras un nuevo y breve esfuerzo. se entrega al silencio de la noche.
Mas entre la mañana y la noche, en la culminación diurna, la vida se toma un respiro, corto, pero magnífico: el mediodía; no es para otear lo por venir, pues no siente apremio; tampoco para mirar atrás, ya que aun no ha iniciado el descenso; ni es por cansancio, puesto que conserva todo el brío de la carrera. Se detiene en pura actualidad, vueltos a la inmensidad los ojos; digo mal, porque no mira al tiempo ni al espacio, sino a la eternidad.
¡Ah, y qué profundo ese intervalo del mediodía! No lo notas en la ciudad, donde el bullicio tiene su mansión propia y el silencio y el recogimiento están proscritos. Pero sal de paseo un día de verano por los sembrados o la campiña, a la hora en que el sol culmina y caldea el ambiente ¡Qué profundo te parece ahora todo! Te detienes, y el tiempo se desvanece. La eternidad te contempla. A todas las horas tiene algo que decir la eternidad; pero de esta del mediodía es vecina. Así espera el tiempo y se abre. La hora meridiana es actualidad pura, la plenitud del día.
Plenitud del día… Presencia de la eternidad… Esperar y abrirse… Suena a lo lejos la campana del Ángelus… Mensaje de redención nos trae a la hora silenciosa del mediodía «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios…»
«El Ángel del Señor anunció a María. Y concibió por obra del Espíritu Santo. Y María dijo: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.»
Llegó por fin la hora meridiana de la humanidad, la «plenitud de los tiempos, que en una mujer hizo mansión y aguardaba: en María. La cual no sentía apremio; no miraba adelante ni atrás. En ella residía la plenitud de los tiempos, actualidad pura, abierta a la eternidad y en espera. Y la eternidad se inclinó a María; vino el mensaje, y el Verbo se hizo carne en sus purísimas entrañas.
La campana evoca ese misterio en nuestra jornada. En la hora meridiana del día cristiano revive de continuo el misterio del mediodía de la humanidad. Siglo tras siglo suena en ella el eco de la plenitud de los tiempos.
Nuestra vida entera había de ser vecina de la eternidad, y en nosotros reinar siempre un silencio abierto a ella y atento a cuanto nos dice. Pero la vida es tan bulliciosa, que no deja oír su voz. Así que al menos en la hora sagrada del mediodía, al toque de Ángelus, habíamos de recogernos y apartar de nosotros toda suerte de importunidades, estar callados y escuchar atentos el misterio en que el «Verbo eterno abandona su real trono, cuando el mundo está sumido en profundísimo silencio»; una vez en la realidad histórica concreta, pero día tras día en cada una de las almas.
¡Ah, y qué bella oportunidad ofrece esta pausa para reconocerse estrechamente unido con cuantos a la vez la guardan! ¡Qué ocasión tan propicia para ahondar la comunidad, cambiar saludos y bendiciones!…